Opinión

Ayudemos a liberar Cuba

Un ministro de Asuntos Exteriores no tiene por qué ser un diplomático, de la misma manera que un ministro de Sanidad no ha de ser médico, ni uno de Obras Públicas ingeniero. Los diplomáticos, los médicos o los ingenieros sólo son los funcionarios que ejecutarán las tareas que les encargue la dirección política del ministerio en cuestión. Un ministro, sea de lo que sea, es un político. Empieza con muy mal pie José Manuel Albares como jefe del Palacio de Santa Cruz, y en parte puede deberse a que es un diplomático de carrera y no un político. Un diplomático tenderá a comedirse mucho en las relaciones con regímenes como el cubano, y se necesita un político para subir el tono de la discrepancia a riesgo de tensar la relación. Hasta el momento de escribir estas líneas, Albares no ha hecho nada en relación con las protestas inéditas y generalizadas de la población cubana, y se ha limitado a exigir de boquilla la liberación de la corresponsal del ABC, que hasta ahora sigue detenida y acusada de supuestos delitos de desobediencia que en la isla-presidio del Caribe se pagan con hasta seis años de cárcel. Un diplomático podrá hacer lo que sea, pero un ministro de Exteriores ya tendría en Madrid a nuestro embajador, tras la oportuna llamada a consultas, y habría puesto al jefe de misión cubano de patitas en Barajas. Eso como primera medida y antes de empezar a mover más fichas.

España tiene fichas que mover en relación con Cuba, pero está acostumbrada a servir de freno para que la Unión Europea no sea demasiado dura con el régimen cubano. ¿Por qué? Por un lado, hay un fuerte lobby de la izquierda y de la extrema izquierda que así lo quiere. Por otro, hay otro lobby mucho más fuerte aún: el de nuestros hoteleros y otros supuestos empresarios que trafican con el dolor, la represión y la desesperanza de los ciudadanos de Cuba. No es sólo que España deba romper relaciones políticas con el régimen castrista: es que, sobre todo, debe romper relaciones económicas. Las protestas han arrojado un saldo de varias decenas de muertos según las fuentes más fiables, aunque hasta ahora el régimen sólo reconoce uno. Van cerca de trescientos detenidos y cientos de desaparecidos. Las manifestaciones se han generalizado en todo el país porque el miedo ha cambiado de bando y, ante el hambre extrema y la absoluta desatención médica en medio de una pandemia que ha destruido la salud y el turismo, los cubanos ya no tienen nada que perder y se atreven por fin a gritar libertad y a mancillar los símbolos de una revolución fallida, trasnochada y empobrecedora.

El mundo no puede seguir transigiendo con el régimen. Ya van sesenta y dos años. ¿Hay que esperar otros sesenta y dos cruzados de brazos mientras Cuba se desangra? Me resulta repulsiva la idea, tan extendida incluso entre quienes condenan el comunismo cubano, de que “hay que dejarles a ellos solos”, “no es asunto nuestro” o “no puede inducirse desde fuera el cambio”. Claro que se puede. Y se debe. La soberanía nacional de los Estados es infinitamente menos importante que la soberanía individual de cada cubano. Y ésta es la que lleva seis décadas aplastada por el régimen totalitario. Díaz-Canel y toda la nomenklatura deben sentir una presión inédita, acorde con un movimiento social también inedito en la sociedad de la isla. La Antilla Grande no puede seguir siendo la Corea del Norte del hemisferio occidental, ni el vector de propagación de la peor pandemia ideológica de las últimas décadas: el neocomunismo que se ha enseñoreado de Venezuela, Nicaragua y otros países latinoamericanos. El régimen debe caer y Cuba debe iniciar una transición rápida. Seis décadas de comunismo han traído miseria, pero una sola de capitalismo situará a la isla como una Corea del Sur o una Taiwán de habla española. Urge bloquear, congelar y confiscar absolutamente todos los activos del Estado cubano y de los jerarcas del Partido Comunista en el exterior. Urge acabar con el embargo, sí, pero para sustituirlo por un auténtico bloqueo político, diplomático y sobre todo económico que sí resulte efectivo, como lo fue el que derribó al régimen racista de Sudáfrica. Sólo así podremos arrodillar a la nomenklatura comunista y ponerla al borde de una insurrección popular de consecuencias extremas, único lenguaje que parece entender esa élite. Y urge habilitar, en casos como el de Cuba, la primacía del derecho y deber de injerencia humanitaria y por las libertades, sobre cualquier vestigio del obsoleto principio de soberanía de los Estados. Cuba debe salir del pozo, y no va a salir sola. Hace falta una acción decidida desde el exterior, y es una tristísima vergüenza que España, precisamente España, no acompañe a la sociedad cubana en ese camino y se haga cómplice, una vez más, de una de las peores dictaduras que quedan en el mundo. Albares tiene que quitarse el gorro de embajador, ponerse el de político y hacer de una vez algo diferente a lo que llevamos haciendo toda la vida, porque las circunstancias también son ahora diferentes. Ayudemos a liberar Cuba.

Te puede interesar