Opinión

Breivik como icono del mal

Hace casi once años, una mañana soleada dentro del atemperado verano noruego, un hombre de treinta y dos años difundió por todos los medios a su alcance el extenso manifiesto que tituló “2083: una declaración de independencia de Europa”. Era un texto futurista que preveía el sometimiento de los europeos blancos y nos alertaba del peor de los males: la hibridación cultural y biológica con otras etnias para difuminar la identidad blanca, para él superior a las demás. Aquello no habría pasado de una anécdota si el joven en cuestión, Anders Breivik, no hubiera cometido a continuación dos atentados. El primero, con coche bomba, lo perpetró en Oslo y mató a ocho personas. El segundo, en un campamento de verano de las juventudes socialdemócratas, en la isla de Utoya, costó la vida a sesenta y nueve jóvenes y adolescentes. Se hizo pasar por policía para congregar a su alrededor a todos los jóvenes posibles con la excusa de informarles sobre el atentado anterior de Oslo, y a continuación comenzó a disparar ráfagas, asesinando a cuantos pudo. Algunos tenían apenas catorce años. En total, ese plan calculado y ejecutado con frialdad costó setenta y siete vidas. Este martes, Breivik compareció ante el tribunal para el seguimiento de su condena. Iba trajeado pero lleno de carteles que pedían “acabar con el genocidio de nuestras naciones blancas”. Lo expresaban en inglés para lograr un mayor impacto, porque el reo sabe que su caso es noticia global. Breivik se cuadró ante Su Señoría y perpetró el saludo nacionalsocialista, con el brazo derecho tan extendido como su megalomanía.

Siempre son difusas las fronteras entre la locura y la maldad. Al principio, los medios noruegos se inclinaron por la primera, y los abogados jugaron también esa carta. Una sociedad tan pacífica, tolerante y abierta como la escandinava no podía aceptar semejante grado de maldad en su seno, y la opción “es un simple loco” resultaba muy tentadora. Pero los informes psiquiátricos se contradijeron. El primero observó esquizofrenia paranoide, pero el segundo concluyó que esa posible condición no generó un episodio psicótico aquel aciago 11 de julio. Sí se informaba, en cambio, de un trastorno narcisista no psicótico. No hay más que ver su comparecencia de esta semana, con su cuidada puesta en escena, para confirmar ese diagnóstico. Es decir, Breivik supo perfectamente lo que hacía, lo preparó con esmero y en ningún momento del proceo estuvo mermado su discernimiento ético. Hubo mucha más maldad que locura. Pese a la masacre cometida, sólo fue condenado a veintiún años de prisión. Fue un acierto. Aquel ataque al marco social e institucional noruego no podía triunfar provocando un juicio de excepción ni una condena ejemplarizante. Era crucial mantener la igualdad ante la ley. Eso sí, se incluyó una salvaguardia: si un examen psiquiátrico determina que Breivik sigue siendo un peligro, se podrá extender su confinamiento por tiempo indefinido.

Desde la cárcel, Breivik se ha declarado fascista, nacionalsocialista y seguidor de la religión nórdica de Odín, y se ha convertido en un icono heroico para algunos sectores de la nueva derecha radicalizada. Para muchos de sus militantes, el noruego fue un pionero al alzarse violentamente contra el sistema a principios de la década de 2010, unos años antes de la irrupción del movimiento MAGA (“Make America Great Again”) liderado por el futuro presidente Donald Trump, y casi diez años antes del auge actual del nacionalpopulismo europeo. Breivik será narcisista pero no es ignorante ni carece de una visión política sofisticada. Militó en un partido nacionalista conservador pero le supo a poco. Alabó en cambio al político holandés Geert Wilders, uno de los primeros en presentar un programa abiertamente xenófobo. Y desde la cárcel, pese al aislamiento, intenta transmitir su mensaje y promover nuevas organizaciones. Su núcleo ideológico es la supuesta existencia de un plan orquestado contra la raza blanca y sus naciones, con la intención de disolverlas y sustituirlas demográficamente mediante el asentamiento masivo de personas de piel más oscura y religión musulmana. Es decir, la vieja teoría de la conspiración conocida como Plan Kalergi. También ataca la evolución de las libertades personales en las últimas cinco o seis décadas, un proceso que ha superado los modelos sociales tradicionales. Esto incluye una fuerte dosis de misoginia al cuestionar la equiparación de las mujeres. La primera teoría le acerca sobre todo a grupos como Q-Anon y otros del entorno norteamericano de Trump. La segunda le aproxima más a los sectores tradicionalistas del nacionalpopulismo europeo, que tachan de “marxismo cultural” todo lo que no encaja en su modelo premoderno de sociedad, aunque, en realidad, el comunismo en el poder no fue precisamente favorable a toda esta evolución individualista. En cualquier caso, Breivik es un icono, pero del mal. Representa algo mayor y peor que su terrible masacre. Encarna el resurgimiento de la corriente ideológica que norteamericanos y europeos sepultamos en 1945 venciendo una guerra mundial. Y hay que aplastarla de nuevo antes de que provoque otra. Las ideas tienen consecuencias.

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