Opinión

El centenario del Partido Comunista Chino

La República Popular China ha celebrado con fastos imperiales el centenario del partido único que gestiona la dictadura del proletariado. El delirio nacionalista y estatista de la celebración ha sido calculadamente dosificado a los súbditos del PCCh hasta alcanzar el paroxismo en la entronización de un Xi vestido de Mao, que ha hablado como Mao y aspira a ser tenido, no por un nuevo Mao, sino por alguien superior a Mao, de quien Mao tan sólo habrá sido un profeta. Para eso ha alterado las reglas del juego que limitaban en cierta medida el alcance de su poder y los mandatos. La autocracia de Xi supera incluso los estándares habituales de la mayoría de Estados comunistas, y compite ya con la de Corea del Norte.

Como en toda celebración estatal comunista, han sido abundantes las coreografías con infinidad de ciudadanos haciendo vistosas figuras. Esto, que tanto se parece a la puesta en escena de los otros socialistas, los de extrema derecha, los nacionalsocialistas, resulta imprescindible para convencer a la población de que cada individuo es insignificante y lo único que importa es lo que entre todos ellos, bien alineados y organizados desde arriba, representan. La cosificación del individuo hasta su más absoluta alienación es consustancial al comunismo, y la China comunista se resume en una sola imagen, que perseguirá por siempre a ese régimen asesino: la de un hombre pobre, solo e indefenso delante de una columna de tanques. Plaza de Tian-an-men, Beijing, 4 de junio de 1989, no lo olvidemos jamás.

Cien años del feroz Partido Comunista han llevado a China a la tiranía compacta y brutal que es hoy. La combinación de marxismo ortodoxo y nacionalismo extremo ha generado espantosas hambrunas y la anulación prácticamente total de los derechos humanos, para no hablar de los civiles y para no soñar siquiera con los políticos. Es necesario recordar los años de la Revolución Cultural, que excedieron las peores pesadillas de George Orwell. Uniformizar a la población entera de un país inmenso es el más acabado orgasmo de los piscópatas comunistas. Frente al traje gris forzoso, los chinos expresaban su humanidad, su diversidad, su individualidad, colocándose un pañuelo adicional o algún otro detalle para diferenciarse, y más de uno pagó un precio muy alto por semejante insubordinación. El “hombre nuevo” comunista es una abeja obrera, y todas las abejas obreras deben ser idénticas. Si pudieran, los comunistas eliminarían hasta las diferencias de rasgos faciales o altura. Las personas no somos más que animales de granja para el comunismo, como tan acertadamente explicó Orwell en “La granja animal”. Y si los comunistas pudieran, seríamos animales clónicos, todos idénticos. El ADN es un vicio burgués.

En este centenario del partido único chino, hay que recordar la invasión del Tíbet y la destrucción de su cultura. Hay que recordar a los millones de ciudadanos uigures que, en el Turquestán Oriental (provincia china de Xinjiang) sobreviven como pueden a la represión más feroz imaginable, cuando no terminan en campos de trabajos forzados y de exterminio. Debemos recordar también al resto de minorías étnicas y religiosas sometidas al terror de Beijing. No debemos olvidarnos de los disidentes políticos y culturales, a quienes hemos de honrar como la mayor esperanza de cambio y libertad para su país. Es preciso recordar que las “zonas económicas especiales” fueron una mera estrategia para que el régimen se hiciera pasar por pseudocapitalista, y que admitirlo en la Organización Mundial del Comercio fue un error inmenso de Occidente. Las zonas se han diluido y casi nada queda del régimen especial de Hong Kong y Macao. La oposición hongkonguesa merece ser aclamada como el último bastión de la heroica resistencia anticomunista.

Pero, sobre todo, este centenario es también una oportunidad de recordar que otra China es posible. Una China libre, próspera y pionera. Una China sin comunismo y resueltamente libre. Esa China existe y se encuentra al otro lado del Estrecho de Taiwán, donde veintitrés millones de chinos demuestran cada día con su ejemplo que el capitalismo y la libertad individual son superiores al sometimiento comunista. Frente a la mayor cárcel del planeta, con mil cuatrocientos millones de reclusos, la República de China (Taiwán) es un ejemplo en Asia y en el mundo. La antítesis de Xi es una presidenta liberal, Tsai Ing-wen. La antítesis del partido único es la vibrante democracia pluripartidista de Taiwán. La antítesis del dirigismo social chino es un Taiwán que, entre otras cosas, es el primer país de Asia en reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo. La antítesis del belicismo de Beijing es el pacifismo de Taipéi. La antítesis de una economía centralizada y planificada, por más que aparente ser capitalista y por más que tenga una oligarquía de empresarios millonarios entremezclada con la nomenklatura comunista, es la economía libre de Taiwán. Que no haya dudas en esto: Taiwán es el sexto país en el Índice de Libertad Económica, y la China comunista es el número ciento siete, así que no, no es verdad que China sea equiparable a las economías capitalistas y hacemos muy mal al convalidarla como una de ellas, porque perpetuamos la dictadura. Urge reconocer a Taiwán y admitirlo en todos los foros internacionales.

Ojalá el partido único que cumple cien años no dure ya ni diez más, y ojalá los chinos puedan pronto sacudirse el yugo comunista.

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