Opinión

El chuletón de Pedro Sánchez

Hace veinte o veinticinco años, todo el debate sobre los “vicios” nocivos para la salud giraba en torno al tabaco. Se nos decía que era necesario ponerle coto, y el movimiento prohibicionista sobre el tabaco chocaba en la sociedad con el movimiento antiprohibicionista sobre el cannabis. En ocasiones, había individuos que participaban en ambos, porque la coherencia no ha sido una virtud demasiado frecuente entre nosotros. El caso es que aquellos prohibicionistas eran mucho mejores que los actuales. Centraban el tiro en el daño que el tabaco podía causar a los fumadores pasivos, y pedían que se separase a fumadores de no fumadores. Aquello era razonable, pero los políticos primero engordaron ese movimiento y luego estiraron sus demandas. Al final se obligó a todos los establecimientos a prohibir el tabaco en todo su recinto, aunque algunos habían invertido en costosas reformas para separar a sus clientes. Hoy el tabaco no se puede ni siquiera anunciar. Se impide la competencia entre marcas y se obliga a imprimir advertencias apocalípticas y fotos de película de terror. Es decir, ya no se combaten los efectos perniciosos del tabaco sobre otras personas, sino sobre uno mismo. ¿Es legítima esa acción de las administraciones públicas? ¿Les compete la restricción de nuestros hábitos de consumo aun cuando no afecten a un tercero? En otras palabras, ¿debe el Estado hacer paternalismo? Esa insidiosa actuación del Estado como si fuera nuestro padre, un padre bondadoso y severo, resulta insufrible para cuantos creemos en la libertad individual.

El caso es que en aquellos años de guerra contra el tabaco, muchos nos preguntábamos qué sería lo siguiente. Porque, si malo era fumar, tambien era muy malo comer azúcares o grasas, o tomar bebidas carbonatadas, o darle al picante en demasía… Ya puestos a permitir que papá Estado disponga por nosotros las sustancias que pueden o no entrar en nuestros cuerpos serranos, pues hala, que se encargue de todo, también de los alimentos. Nos preguntábamos también si se restringiría la ingesta de ciertos medicamentos, y nos barruntábamos que el Estado pensaba administrarnos lo que quisiera. Hoy, en efecto, nos obliga a inyectarnos ciertos medicamentos y nos impide otros, y todo lo decide él. Ni siquiera lo hace realmente el médico, que tiene que reflejarlo todo en su informe y ceñirse a pautas muy estrictas al recetar. Y si yo quiero un determinado antibiótico que suele irme bien cuando tengo faringitis… pues me aguanto. O paso por el médico o nada. Y sólo me vale el privado si estoy dispuesto a pagar el precio íntegro, porque para tener descuento he de convalidar el tratamiento con un médico-burócrata de la sanidad estatal. Es realmente alucinante la pérdida de libertad acelerada que hemos sufrido en estas dos o tres últimas décadas, porque antes se nos decía que los antibióticos podían perder su efecto en la sociedad si algunos abusábamos de su toma. Era un argumento excesivamente liberticida, pero tenía cierta lógica. Pero es que ahora se aplican estas restricciones incluso a medicamentos no antibióticos y bastante comunes. Cabe preguntarse hasta dónde piensan llegar.

Y en la alimentación, es evidentísimo el interés que tienen los Estados de inducirnos a ingerir las sustancias que a ellos les convienen y a abstenernos de comer o beber aquellas otras que no les acomodan. Y, en general, poco tienen que ver esas decisiones con nuestra salud y mucho con la producción de determinados alimentos en cada sitio, o con otros intereses políticos y geopolíticos, como las importaciones o la energía. Hace veinte o treinta años no habríamos sospechado, ni en nuestras peores pesadillas, que se nos fueran a hacer campañas, con nuestro dinero, para que moderásemos el consumo de carne, ni que en el horizonte de una generación estuviéramos abocados a prescindir de ella. No azúcares ni grasas, no, ¡carne! El alimento básico natural de esta especie nuestra, que es bastante carnívora. La pregunta no es si comer carne es bueno o malo, sino con qué derecho se meten los gobernantes en nuestra dieta. Ni deben meterse en nuestras camas ni en nuestros bolsillos ni muchísimo menos en nuestros cuerpos. Comeremos chuletón “al punto” como Pedro Sánchez o seremos veganos; le daremos al picante si nos da la gana; fumaremos cigarrillos, porros o nada; tomaremos bebidas con burbujas como sandías o agua de manantial; nos pondremos hasta arriba de torreznos y bollería industrial o llevaremos una dieta de crudités y pavo; y nos comeremos el azúcar a cucharadas si nos apetece. Basta de paternalismo. Es insoportable.

Este ministro de Consumo, como buen comunista, se ha propuesto estabularnos y administranos él las sustancias que sus científicos y sus intereses económicos le aconsejen. Es verdad que le han tendido una trampa y probablemente caiga en la crisis de gobierno que está urdiendo Sánchez, pero sigue siendo intolerable. Si tuviera un poco de dignidad reconocería que se ha pasado y dimitiría. Pero cabe preguntarse, como hace décadas, hacia dónde vamos. Y no, no tiene buena pinta la senda por la que nos conducen. Ha llegado el momento de rebelarse. Ciudadano, tu cuerpo te pertenece y es de tu exclusiva jurisdicción, ya sea al alimentarlo o para cualquier otra cosa. Cuando un político te diga que lo utilices de cierta manera o que no lo hagas, piensa por ti mismo y, si no lo ves claro… desobedece.

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