Opinión

Ciento cincuenta años de la I República

JOSÉ PAZ
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Este sábado 11 de febrero se cumplen ciento cincuenta años de la proclamación de la I República, en 1873, una vez agotado el recurso estúpido a importar un monarca de cualquier lugar con tal de no dotarnos de un marco político republicano (marco que da una idea precisa de los extremos a los que pudo llegar, y sigue llegando, el sector más antiliberal de nuestra derecha). En España se crean comisiones oficiales, con mucho bombo y mucho dinero público, para la conmemoración de acontecimientos y personajes. Recuerdo por ejemplo los fastos oficiales para Cánovas del Castillo, un representante del pensamiento conservador más retrógrado y nacionalista. Sin embargo, estamos esta semana ante una importantísima efemérides y ha brillado por su ausencia el reconocimiento de las administraciones públicas a aquellos pioneros del liberalismo auténtico en nuestro país. La república, una verdadera república (como Suiza, como Estados Unidos) es una causa firmemente enraizada en el ADN mismo de todo liberal. Luego están las repúblicas que quiere la izquierda (como Venezuela, como Cuba), que no son dignas de llamarse repúblicas porque son proyectos colectivistas de Estado autoritario o totalitario que no responden a las grandes conquistas republicanas del liberalismo clásico: pluralismo político, separación de poderes, independencia judicial, subsidiariedad, transparencia, gobierno limitado, igualdad ante la ley, autonomía del individuo, movilidad social y neutralidad religiosa e ideológica del Estado. El liberalismo es inequívocamente defensor de los modelos de gobernanza de corte republicano: nada más ajeno a la visión liberal que una monarquía, y especialmente si es dinástica. Si la institución monárquica tiene poder, ese poder es inválido por usurpador, pues carece de la única legitimidad auténtica: la de los gobernados. Y si es meramente simbólica, el símbolo que obviamente encarna es la supremacía de un poder “superior” no electo y transmitido de padres a hijos en una familia especial, por lo que igualmente motiva el rechazo de quienes hacemos de la libertad individual nuestro objetivo máximo en materia de gobernanza de las sociedades.

Al celebrarse el primer siglo y medio de la I República Española, cabe reflexionar sobre cómo habría sido España de haber prosperado aquel experimento visionario. Nuestro primer intento de república fue débil y desdichado, estuvo sometido a grandes errores propios y, sobre todo, a una brutal presión externa. La feroz coalición de las fuerzas antirrepublicanas impidió que la república cumpliera su primer aniversario. Y pese a todo, esos once meses convulsos, con cuatro presidentes efímeros, fueron un destello de fulgurante esperanza en la noche interminable del oscurantismo español, quizá el más arraigado de toda la Europa Occidental. Aún hoy, mientras la izquierda conmemora la II República -que pronto perdió la neutralidad ideológica y se echó en manos del totalitarismo antirrepublicano de corte comunista-, los liberales reivindicamos la I República, que intentó modernizar nuestro país, reconocer su pluralidad y abrirlo al mundo.

Si las tensiones entre sectores del liberalismo hubieran sido menores, si hubiera prevalecido el consenso para mantener a raya a los militares, al clero y a las dos dinastías en liza (alfonsinos y carlistas), España habría sido en el último cuarto del siglo XIX un país completamente distinto. Hagamos un poco de Historia ficción. La carta magna que estaba a punto de salir del horno parlamentario, la constitución de Castelar, trazaba un marco realmente federal, superior al actual título VIII de 1978. Tanto las regiones como los territorios de ultramar habrían tenido un autogobierno pionero a nivel mundial. Muy probablemente, esto habría retrasado bastantes décadas la pérdida de todos o parte de los territorios de América, Asia y Oceanía, al no ver sus habitantes la independencia como una necesidad acuciante. Sus eventuales independencias habrían sido suaves y difusas (como las de Australia, Canadá o Nueva Zelanda), o incluso se habrían mantenido a bordo de la república (como los territorios franceses actuales dispersos por tres continentes). Las tensiones centro-periferia se habrían minimizado al satisfacerse el anhelo de gobernanza propia evitando las sensaciones de agravio que aún arrastramos y generan problemas graves. Al desaparecer la opción monárquica y la influencia clerical en la política, se habría abierto España a la movilidad social, al capitalismo, al comercio, a las ciencias, a la razón. Por ese camino habríamos sido un país mucho más próspero, moderno e inserto en  la centralidad europea. No nos habríamos convertido en un paria internacional intermitente, ni habríamos sufrido el doloroso jarro de agua fría que hundió psicológicamente a una generación entera a partir de 1898. Habríamos sometido mucho antes a nuestros espadones militares al poder civil. No habría habido una segunda república comunistizante ni una cruenta guerra civil, ni cuarenta años de franquismo. España habría sido mucho mejor.

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