Opinión

Controlar los precios perjudica a los pobres

El Estado, con independencia de que gobiernen partidos de uno u otro color ideológico, se cree superior a la sociedad y legitimado para intervenir en su orden económico “corrigiendo” los problemas que en él detecta. En la inmensa mayoría de los casos, se trata de problemas derivados de las propias decisiones del mismo gobierno o de los anteriores, o del marco jurídico-económico general del Estado. Uno de los supuestos problemas a resolver por el Estado es el de los precios prohibitivos de determinados productos o servicios vistos como esenciales. Otro es el del precio demasiado bajo de un servicio que presta toda la población en edad de trabajar: el servicio laboral, el trabajo. En el primer caso, el gobierno interviene la economía para forzar la bajada poniendo topes, intervalos y otras medidas de control de precios. En el segundo, interviene para forzar la subida mediante umbrales sectoriales que obligan a aumentar los sueldos, o mediante un Salario Mínimo Interprofesional.

En ambos casos estamos ante un disparate que, al final, termina perjudicando de forma grave justamente a los individuos más vulenrables, a los que se pretendía con estas medidas apoyar. Viene a colación la fábula de la ventana rota, de Frédéric Bastiat y desarrollada después por Henry Hazlitt. El Estado en general y los gobiernos en particular son inconscientes de las complejas ramificaciones que tienen sus decisiones. Como un mal jugador de ajedrez, el gobernante sólo ve dos o tres pasos más allá de la decisión que adopta. No sigue hasta sus últimas consecuencias, que pueden ser muy relevantes, el recorrido previsible de la norma que pretende aprobar. En bastantes casos, además, aunque el político sepa o intuya que los efectos finales no serán tan positivos, calcula que cuando se produzcan ya caerán en el mandato de otro gobierno, e incurre en el crimen de tomar la decisión a sabiendas de su perjuicio en el largo plazo.

Las normas que imponen control de precios son injustas y nocivas. Son nocivas porque destruyen el principal mecanismo de información que opera en el mercado, y que debe hacerlo de forma libre: el precio. Los precios son señales que los agentes económicos de todo tipo y tamaño necesitan conocer para operar de mil maneras. Si los precios están distorsionados por la intervención externa de un agente todopoderoso, el Estado, la información con la que operarán será falsa, y de ello se derivarán consecuencias negativas para muchos, y tangencialmente para el conjunto de la sociedad. Un ejemplo claro es el control de los precios de alquiler de viviendas. En los países donde se ha aplicado hemos visto situaciones tan dramáticas como los veinte años de listas de espera para obtener un piso en Estocolmo. Situaciones quizá menos llamativas pero igual de dañinas se han visto por todo el mundo, al controlar el Estado los precios más diversos, incluido, por supuesto, el precio que debería ser el más libre de todos: el del dinero y el cambio entre las divisas de distintos países. Este control de precios tiene una especial incidencia, muy negativa, en los países menos desarrollados.

Así pues, controlar los precios de productos y servicios es un error de gran calado que los gobernantes repiten una y otra vez. Pero, ¿y los salarios? Un salario no es sino un precio más. Es el precio del servicio que presta un profesional al trabajar. Da igual que tenga un único cliente y que lo preste a domicilio, en las instalaciones de ese cliente y por un precio fijo y asegurado, es decir, que sea un asalariado. No por ello deja de ser un precio. En este caso el Estado pretende aumentar ese precio, pero el efecto último que provoca es parecido al de sus intentos por bajar otros precios: escasez. Si bajar precios artificialmente provoca escasez de viviendas en las ciudades, subirlos artificialmente en el mercado de trabajo provoca escasez en la oferta de empleos. En ambos casos, las personas de menor renta y las más vulnerables, por ejemplo por su cualificación, son las más afectadas por estas medidas bienintencionadas o, sencillamente, populistas. El resultado es siempre destruir oferta, condicionar a las partes vulnerando su libertad de acordar en libertad lo que quieran y, por el camino, establecer nuevas barreras de entrada a empresarios más pequeños, que quedan expulsados del mercado, lo que elimina competencia, excelencia y diversidad. Los controles de precios benefician siempre a la gran empresa próxima al poder y perjudican a la pequeña empresa independiente. Benefician a los más fuertes en la sociedad y descartan o dañan a los más vulnerables. Éstos se encontarían mucho mejor en un escenario de menor intervención económica por parte de los gobiernos. Igual que se separó iglesia y Estado, separemos hoy economía y Estado. Para que los ciudadanos sean libres, y por tanto prósperos, también los precios deben ser libres.

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