Opinión

Cuidado con el eje Riyadh-Teherán

Hace unas semanas, el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, hizo un comentario de rutina respecto a lo mal que todo Occidente trataba al régimen del Kremlin, y cómo, por otro lado, había un puñado de países con los que Moscú sí consideraba tener una buena sintonía política. Hasta ahí, nada excepcional. Lo nuevo, lo sorprendente, lo que ningún observador pasó por alto, es que en la lista corta de países “amigos”, el sempiterno canciller incluyó nada menos que al Reino de Arabia Saudí. No faltaron voces que vieron en aquel gesto la confirmación de un paso más en el alejamiento de los al-Saúd respecto a Occidente, dando al traste con una alianza que se remonta a antes de la Segunda Guerra Mundial. Desde primeros de marzo no han dejado de producirse noticias, declaraciones o insinuaciones de que la monarquía absoluta estaría dispuesta a un completo cambio geopolítico que la echaría en brazos de su tradicional archienemigo, Irán, el estrecho aliado de Rusia en Oriente Medio y coprotagonista del tiránico protectorado sobre la desdichada Siria. Parece que las palabras del Secretario de Estado Antony Blinken tras su nombramiento por Joe Biden, “America ha vuelto”, siguen siendo más un ejercicio de “wishful thinking”, de pensamiento aspiracional, que la constatación de un hecho. 

La guerra de Ucrania ha sido la gota que ha colmado el vaso de prácticamente todo el mundo occidental, es decir, de todos los grandes consumidores de combustibles fósiles, respecto a la necesidad imperiosa de avanzar en la generación de energía mediante fuentes renovables y centrales nucleares, precisamente para no depender tanto de Rusia ni, de paso, de regímenes como el saudí y el iraní. Era previsible un estrechamiento de las relaciones entre nuestros secuestradores energéticos, aunque quizá no lo era que se fuese a escenificar tan deprisa. Rusia actúa ostentosamente en su nueva Guerra Fría, pero por detrás va China, y las partes del nuevo idilio entre persas y árabes confirman que el casamentero ha sido el ministro asiático Wang Yi. Sí, el jefe de la diplomacia de la potencia nuclear comunista cosiendo los intereses de la monarquía medieval saudí con los de la teocracia de los ayatolás, a beneficio de la Rusia ultraconservadora. ¿Incomprensible? Los engolados profesores y tertulianos de la llamada escuela “neorrealista” en geopolítica, seguidores de John Mearsheimer, dirían “¿veis? Teníamos razón, esto no va de modelos de sociedad sino de intereses económicos y estratégicos profundos”, y a continuación nos soltarían una perorata sobre las “áreas de influencia”, tan parecidas a las placas tectónicas “civilizatorias” que diseñó Samuel Huntington para quitarnos de la cabeza que la libertad pueda ser una aspiración universal. Y sin embargo, lo es. Y el sentido de las migraciones y de los exilios nos lo recuerda una y otra vez. La gente se va de Irán, no a Irán. La familia del pobre bloguero saudí Raíf Badawi está exiliada en Canadá y no hay noticia de familias canadienses exiliadas en el reino arenoso, huyendo del bobo de Trudeau. Los “neorrealistas” estaban bastante callados desde el 24 de febrero del año pasado, revisando dónde se habían equivocado al afirmar que su adorada Rusia, una santa, nunca iba a invadir Ucrania. Ahora, el realineamiento de Teherán y Riyadh les va a servir para pontificar que Occidente está condenado y que el futuro es de las potencias totalitarias. A fin de cuentas, es lo que llevan anunciando (por no decir, promoviendo) desde hace décadas. Ellos sabrán a cambio de qué.

Cabe reflexionar sobre los cuatro años perdidos por Occidente durante la presidencia de Trump. Obviamente, de aquel polvo viene este lodazal. El caballo de Troya rubio regaló a Rusia el protagonismo en Siria, descartó la emancipación política kurda que, limitada a la región iraquí del Kurdistán, pedían Rand Paul o Benjamin Netanyahu, dejó bastante tirado a Israel (como a Europa, a Corea del Sur, a Taiwán…), y permitió que Turquía, país OTAN cuya base de Incirlik es crucial para nuestra defensa, comenzara a coquetear con Moscú. Y ahora tenemos esto. Es pronto para vislumbrar el futuro, pero no pinta bien. Y sí, sí es una pugna entre modelos de sociedad. Es el realineamiento en torno a una divisoria bastante clara y sencilla: libertad económica y personal más o menos amplia aunque mejorable y decreciente (Occidente) o su simple y terrible ausencia (anti-Occidente). Y eso explica que los chiítas de Irán se reconcilien con los sunnitas de Arabia, y que los comunistas chinos se abracen con los mercantilistas rusos. Todas esas divisiones aparentes y cosméticas están una capa más abajo de la frontera real, que es Ilustración o anti-Ilustración, democracia liberal o dictadura iliberal. ¿Le cabe a Occidente alguna culpa si finalmente el sátrapa al-Saúd se pasa al lado oscuro de los herederos de Jomeini? Sí, haberle consentido tanto a cambio del oro negro. Que le pregunten a la familia Bush. Pero no sirve llorar sobre el petróleo derramado. Washington y Occidente deben retomar la iniciativa en la geopolítica mundial, o estamos perdidos.

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