Opinión

No a los doscientos euros de Sánchez

Por su propia naturaleza, toda subvención entraña una distorsión artificial del curso de la economía. El poder político interviene, en teoría, para paliar algún tipo de situación excepcional, como una catástrofe natural o las consecuencias localizadas y especialmente graves de una guerra o de una grave epidemia. Con las subvenciones se ayuda a recuperarse a las personas y empresas afectadas, siempre de manera excepcional. Incluso entendida de manera tran restrictiva como la enunciada, la subvención siempre será objeto de dudas respecto a la justicia o injusticia del nivel de afectación requerido para beneficiarse de ella. Toda subvención, incluso la más objetiva y neutral, producirá agravios comparativos para quienes consideren equiparable una situación paralela, anterior o posterior, que no ha provocado una medida similar. Pero además, en estas seis o siete décadas de hegemonía del pensamiento socialdemócrata en Occidente (lo que el sociólogo angloaléman Ralf Dahrendorf denominó “consenso socialdemócrata”), la subvención ha pasado de ser una herramienta excepcional a convertirse en el pan nuestro de cada día (incluso en sentido literal) para todo un segmento de la población. Y, por supuesto, los partidos y gobiernos de izquierda hacen todo lo posible por afianzar esa cultura de la subvención. Se ha normalizado que las empresas reciban subvenciones si van bien (para que inviertan en esto o aquello), si van mal (para que no despidan), y hasta si no han nacido aún o acaban de inscribirse en el Registro Mercantil, porque, claro, con el dinero de todos los contribuyentes productivos se invierte mejor que arriesgando el de uno o buscando capital-riesgo, dónde va a parar. Así, ¿quién no emprende? No hace falta capital, sino contactos. Y en el ámbito individual, se ha normalizado también que millones de personas vivan en gran medida o incluso en exclusiva de las subvenciones.

Como todos coincidimos en que no hay que dejar a nadie morir de hambre, la subvención podría ser un instrumento aceptable en los casos extremos, cuando realmente no existan más opciones, pero es que se ha llegado a generalizar tanto que se ha acostumbrado a la sociedad y, desde luego, a todo un segmento de las sociedades occidentales. Una alcaldesa del PP, Teófila Martínez, se enfrentó en un pleno con una ciudadana que quería poner un puesto de abalorios en Cádiz, y le dijo que no, pero que si necesitaba dinero para subsistir le pidiera una subvención. Como vemos, la socialdemocracia ha sido y es generalizada y transpartita. Al político de cualquier color le encanta dar, y además le sale gratis, lo pagamos los demás. Dando lo que no es suyo se convierte en el superhéroe de aquellos que luego se lo agradecerán votándole. Dando compra voluntades, votos y apoyos diversos. Y dando a los cercanos se asegura su pensión (la de verdad, no la birria del Estado). El objetivo último del modelo socialdemócrata es convertir a todo el mundo en dependientes económicos del Estado. “De cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades”, en palabras de Lenin. Pero ese eslogan de redistribución forzosa esconde una trampa terrible. ¿Quién decide esas posibilidades y esas necesidades? La sociedad, cuya vertiente económica es el mercado, puede decidirlas y lo hace constantemente si se la deja en libertad. Lo que buscaba Lenin por la fuerza, y los socialdemócratas con una sonrisa, es usurpar esa decisión y convertir el Estado, por ellos regentado, en el árbitro absoluto. Así, el insidioso hiper-Estado de nuestro tiempo usurpa los procesos sociales y económicos, incrustado en ellos como un factor externo que termina por dominar la acción humana. Su sobreplanificación, su control general de cuanto sucede, y en concreto su doble acción que por un lado exige impuestos confiscatorios y por el otro riega de subvenciones a la gente y al empresariado, son mecanismos orientados a eliminar el orden espontáneo de las interacciones humanas.

Las subvenciones personales generalizadas no buscan en realidad acabar con la pobreza, sino mantenerla. Buscan paliar sus efectos más duros para reducir la conflictividad, pero manteniendo en general un bajo nivel de desarrollo económico. Y por el camino producen efectos devastadores de adicción a esas pagas, desincentivando el trabajo, el autoempleo y el emprendimiento, estas dos últimas opciones ya de por sí ahogadas por la sobrerregulación. En año electoral siempre surgen subvenciones nuevas, orientadas a los contingentes electorales más amplios que se pueda. En esta clave hay que entender la ridiculez esa de los doscientos euros del gobierno UP-PSOE. Cómo les gustaría a los más radicales del Gobierno instaurarlo mensualmente e ir poco a poco hacia un sistema en el que, al final, el ingreso principal de cada persona dependiera de papá Estado. Si, como yo, está usted en contra de la vía lenta y segura al comunismo, cobre los doscientos (para no dejarlos en las arcas de Sánchez) pero luego, si puede, dónelos a cualquiera de los institutos, fundaciones y think tanks que trabajan por la libertad económica y general.

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