Opinión

¿Hacia un ejército europeo?

Nadie cree ya que los EEUU puedan ni deban asumir por sí solos un rol tan protagonista en materia geopolítica como el que les cupo durante la Guerra Fría

Araíz de la derrota humillante, sin paliativos, de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente por la guerrilla talibán y sus discretos padrinos internacionales, están surgiendo voces que reclaman la creación de un ejército conjunto de la Unión Europea, ampliado quizá a Gran Bretaña y a los demás países europeos de raíz occidental, como Noruega. Otras versiones de esta misma idea incluyen a Canadá, Australia y Nueva Zelanda, en un intento de equilibrar y complementar a los Estados Unidos. En los últimos días, han surgido en España voces como la del jefe de opinión de El Español, Cristián Campos, que sugería incluso, desde su perfil de una red social, imponer un servicio militar obligatorio para nutrir ese ejército europeo. Por supuesto, esta última aberración es lamentable: las sociedades occidentales avanzadas abolieron hace ya décadas ese intolerable secuestro legal que condenaba a los jóvenes a trabajos forzados en una profesión de riesgo. Restaurar esa obligación sería un paso atrás enorme. Todo servicio militar o social, para ser legítimo, ha de ser voluntario. Si es obligatorio, constituye una violación flagrante de los derechos fundamentales y de la libertad individual básica de las personas. Pero, ocurrencias aparte, ¿tendría sentido un ejército común europeo, por supuesto profesional?

Rápidamente saltaron los nacionalpopulistas más duros a criticar la propuesta porque, obviamente, su ideal es el refuerzo de un ejército estrictamente nacional y ajeno a cualquier posible mando extranjero. Sin embargo, incluso entre los conservadores más patriotas ha habido también pragmáticos que entienden ineficiente la fragmentación de nuestro bloque geopolítico en materia militar, y que precisamente ponen como ejemplo el desastre de Afganistán para argumentar que quizá sí sea necesario un aparato de defensa mucho más integrado, en sustitución de los meros mecanismos de coordinación existentes. Por supuesto, todo este debate afecta de lleno a la esencia, continuidad, evolución o disolución de la mismísima OTAN, una estructura internacional que desde hace años exhibe una fatiga muy preocupante. Una fatiga que refleja, en el fondo, la que también sufre el país locomotora de nuestro bloque, Estados Unidos.

Nadie cree ya que los Estados Unidos puedan ni deban asumir por sí solos un rol tan protagonista en materia geopolítica como el que les cupo durante la Guerra Fría. Tampoco es justo que el coste de la defensa común del mundo libre deba recaer fundamentalmente sobre los hombros de los contribuyentes de ese país. Es necesario un marco diferente pero los experimentos deben hacerse con gaseosa y la transición a algo nuevo debe ejecutarse con sumo cuidado. Ese algo nuevo, además, debe garantizar que Occidente no se vea cercado y finalmente condicionado por potencias como China o Rusia, ni por amenazas como el islamismo teocrático.

La hegemonía estadounidense nos ha traído siete décadas de “pax americana” desde 1945, y ese contexto ha permitido, a grandes rasgos, el avance de la libertad individual. Concluyó el racismo, se liberaron las mujeres, se equipararon los derechos de diversas tipologías de personas antes oprimidas, se dio la revolución sexual y la pluralización de las creencias, etcétera. Horroriza pensar cuál podría ser, en cambio, el resultado cultural y social de un futuro marco geopolítico fuertemente influido por el nacionalpopulismo conservador ruso, por el comunismo mercantilista chino o por las teocracias islamistas. La amenaza es real y está a la vuelta de la esquina. Una cosa era que Washington dejara de ser el policía del mundo y otra muy distinta es su desaparición total y repentina bajo la presidencia funesta del hombre de Rusia en América. Biden ha tenido ya más de medio año para corregir la deriva que impulsó ese títere del Kremlin pero, como se ha visto en Afganistán, tampoco él es capaz de hacer creíble la fuerza ni la determinación estadounidense. La debilidad de América es la debilidad de todos nosotros, de todo Occidente, y nos está pasando facturas constantemente. Y entonces, ¿ejército europeo, ejército occidental? No podemos abordar esta cuestión de forma separada respecto a la geopolítica y al papel de Europa, de los Estados Unidos y de Occidente en el mundo. Es crucial en este momento una integración geopolítica del mundo liberal-individualista, que afiance los valores ilustrados, los derechos fundamentales, la separación de poderes, el gobierno participativo, la igualdad individual ante la ley con independencia del sexo y otras características personales, la neutralidad ideológica y religiosa de los poderes públicos, la economía de libre mercado y el comercio internacional entre agentes económicos privados. Y el conjunto de países que hoy comparten ese marco incluye ya a muchos no europeos. Hace falta delimitar y defender ese conjunto, ese bloque cultural y económico, con unos Estados Unidos que sean más líder y menos sheriff, compartiendo el poder en el seno del grupo occidental, y, por supuesto, también los gastos.

Ese bloque, una vez unido y dotado de un brazo militar creíble y respetado, debe asegurar su propia defensa territorial sin renunciar a contribuir a la libertad y los derechos individuales en todo el mundo. En geopolítica no hay espacios vacíos. Si Occidente no lo hace, otros se lo harán a Occidente. Y no podemos permitirlo porque está en juego la libertad.

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