Opinión

El senado de Babel

Los intolerantes en materia cultural y lingüística han recibido como un agravio, como una auténtica bofetada, la aprobación del multilingüismo en la cámara alta. “Babel en el Senado” ha sido el titular apocalíptico del editorial de ABC. El diario conservador, monárquico y, sobre todo, refractario a cualquier posición federalista, ha llevado a su portada como hecho inaudito y peligroso algo que ni siquiera debería ser noticia. Lo que para millones de hablantes de gallego, euskera o catalán ha tardado cuarenta y tres años en conseguirse, es en cambio absolutamente normal para los hablantes de neerlandés en Bélgica, de italiano en Suiza, de sueco en Finlandia o de francés en Canadá, por poner solamente algunos ejemplos: que sus representantes políticos puedan expresarse en su propia lengua cuando en su nombre se dirigen al parlamento de todos, al parlamento del conjunto de sus países, al parlamento que legisla las leyes que les afectarán e impone los tributos que habrán de pagar. España es hasta hoy uno de los pocos países grandes y multilingües donde sigue habiendo lenguas de primera y de segunda, y donde esa diferenciación se ha expresado durante décadas cerrando a cal y canto las puertas pesadas y robustas de nuestras instituciones a los idiomas considerados como secundarios. Lo que se ha hecho en el Senado es, sencillamente, normalizar un poco la situación: “hacer normal a nivel de ley lo que es normal a nivel de calle”, en palabras de Adolfo Suárez.

¿Babel, dice ABC? Babel significa Babilonia, y los textos antiguos recogen la maravillosa convivencia de lenguas diversas en aquella gran urbe mesopotámica, una de las primeras ciudades-Estado de una humanidad que empezaba su largo camino para hacerse ser cosmopolita y, así, adulta. Pero para muchos nacionalistas centrípetos, de los de una sola nación, un solo Estado, un solo idioma o una sola fe, aquella mezcla de gentes y lenguas fue una maldición. No saben explicar por qué, no pueden argumentar qué daños terribles cayeron sobre los babilonios ni qué catástrofe espantosa se cierne sobre nuestro Senado, pero siempre recurren al mito de Babel. Esa mala prensa del multilingüismo siempre ha sido producto de quienes ansían apisonar la heterogeneidad para esculpir su nación soñada, generalmente a la fuerza.

En la Austria de primeros del siglo XX, un joven pintor bastante mediocre y lleno de taras psicológicas visitaba la capital, Viena, y siempre que lo hacía regresaba horrorizado a su aldea. ¿Qué le molestaba de la gran ciudad? Escuchar en sus calles la mezcla de idiomas que era natural en el centro neurálgico de un imperio tan diverso como el austro-húngaro. Le producía miedo y asco el mestizaje cultural y lo sentía como una amenaza para la pureza de su propia etnia, la alemana. Un par de décadas más tarde, en 1935, ese muchacho, ya convertido en führer, hizo promulgar las leyes de pureza racial de Núremberg. El trilema del Estado totalitario que regentó comenzaba con “Ein Volk”, es decir, un solo pueblo. Y para las ideologías políticas enraizadas en el sentimiento nacional, un solo pueblo requiere una sola lengua. A las demás, si no se las puede exterminar y se las termina por tolerar, habrá que reducirlas a ámbitos menores. ¿Cómo van a entender y asumir como una riqueza que en la madrileña Carrera de San Jerónimo alguien represente a la provincia de Lugo hablando en la lengua propia de los lucenses, o a la circunscripción guipuzoana en la interesantísima lengua vasca, una de las más antiguas que han sobrevivido hasta nuestros días en el mundo? Pues para el mencionado editorial, el Congreso de los Diputados es la siguiente cámara “amenazada” y corre riesgo, oh Lucifer… de que alguien termine hablando esas demoniacas lenguas regionales, hasta hace poco tachadas de dialectos, en su noble hemiciclo y bajo el techo agujereado por los disparos de un Tejero que, desde su perspectiva, debió de quedarse bastante corto y por eso cae sobre la patria semejante sindiós. Están de atar.

Cuando uno acude a un consulado canadiense, sobre la ventanilla hay un cartelito que dice en ambos idiomas algo así como “inglés o francés: es su decisión”. Y al otro lado, el funcionario espera pacientemente a que el ciudadano le salude en una de esas dos lenguas, y se amolda. Hasta ese punto llega el respeto a las lenguas. En los últimos años el respeto institucional ha alcanzado por fin al inuktitut, la lengua mayoritaria entre la población de etnia inuit, menos de cien mil personas dispersas por todo el Ártico canadiense. Aquí, en cambio, las cosas son distintas. Bien dice el himno gallego que los ignorantes “no nos entienden, no”, y el poema de Eduardo Pondal no escatima epítetos bien merecidos para esos ignorantes, porque puede ignorarse una lengua pero no el derecho de quienes la hablan a hacerlo en todas las circunstancias, máxime ante las instituciones más importantes del Estado común. Luego se sorprenden algunos de que haya secesionismo en varios puntos de ese mismo Estado. ¿Cómo no va a haberlo? Bien por el Senado y sí, ahora toca el Congreso.

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