Opinión

Las élites localistas

La discusión sobre los regímenes dictatoriales y sobre el papel de Occidente en relación con ellos siempre termina en lo mismo: una gran parte de la gente piensa que no se debe intentar “imponer la libertad” ni enfangarse en operaciones de cambio de régimen en otros países, ya que éstos deben encontrar solos su propio camino y las fronteras estancas de los Estados imponen un límite a la solidaridad con las sociedades tiranizadas. En particular, a los liberales y libertarios se nos dice una y otra vez que debemos respetar la cultura de organización social de esos países, como si estuviera escrito en el firmamento que las dictaduras representan la cultura de sus sociedades, o que, incluso si así fuera, los individuos deben someterse a ella.

En sentido estricto, tienen razón los que dicen que no se puede “imponer la libertad” porque no se puede obligar a alguien a ser libre. Pero se equivocan de objetivo: no se trata de obligar a nadie a ser libre sino de obligarle a respetar la libertad de los otros, y eso es plenamente legítimo y sí se puede y se debe hacer. Se puede y se debe obligar a los regímenes autoritarios a dejar de serlo liberando así a sus víctimas. Hacerlo es un acto de solidaridad humana básica y elemental. Apoyar a esos regímenes y comerciar con sus Estados mediante compras a sus pseudoempresas estatales es ser cómplices de la eliminación casi total de la libertad de esas víctimas, las cuales, cuando pueden, huyen de esos regímenes. No se puede imponer la libertad, pero lo que sí se puede imponer es el marco de gobernanza establecido por el amplísimo liberalismo en lo político, que implica capitalismo de libre mercado en lo económico y racionalismo aconfesional en lo filosófico. Es decir, se puede afianzar como estándar de gobernanza de todas las sociedades el marco de libertades individuales en todas las vertientes de la vida social. Ese marco es, por ahora, el cénit de la civilización humana y la mejor prueba de ello es que, en apenas tres siglos, ha producido los mayores niveles de prosperidad, bienestar, comfort, longevidad y progreso tecnológico jamás alcanzados, mientras han quedado atrás las sociedades donde aún no ha penetrado. El marco liberal nos ha llevado de la polvorienta miseria y del atraso más abyecto a pisar la luna y transplantar corazones. El marco liberal ha deshecho el confinamiento social de las mujeres, el sistema de castas sociales, el oscurantismo místico, el racismo, la homofobia y la concentración del poder; y ha impulsado las ciencias, el comercio y el emprendimiento, la pluralidad cultural y los avances tecnológicos, reduciendo la miseria a sus mínimos históricos. Si ha de venir un marco mejor será asumiendo y superando el liberal en una clave más libertaria, jamás retrocediendo respecto a él. Y establecer este marco como exigencia mínima universal no es un acto de arrogancia contra los “países que tal vez desearían otro marco”, sino un apoyo a la liberación de millones de individuos frente a la arrogancia de las élites localistas que han convertido a sus países en cotos cerrados, sectas religiosas y mercados cautivos. No es simple teoría: el sentido de los exilios y de las migraciones lo confirma, y también, a la mínima oportunidad, esa gente oprimida importa elementos de liberalismo a riesgo de irritar a las élites localistas. Libertad es prosperidad, y su ausencia genera miseria. Por lo tanto, sí, debemos ayudar a las víctimas a alcanzar su libertad y para ello debemos combatir a las élites localistas que les imponen marcos de gobernanza dictatoriales en lo político, hiperintervenidos en lo económico o dogmáticos en lo espiritual. La excusa tradicionalista es patética y hace bueno el dicho: “tradición es cuando te oprimen los antepasados”. Es indigno ayudar vía comercio a los regímenes que se escudan en la tradición local para seguir oprimiendo a nuestros semejantes.

En Occidente quienes más exigen respeto a las dictaduras son siempre la extrema derecha y la extrema izquierda, pues anhelan sistemas parecidos a los de esos países y aspiran a quitarnos la mejorable libertad que disfrutamos. Debemos mantener a raya esa doble quinta columna, y nuestras relaciones internacionales, en adelante, deben estar presididas por la exigencia de avances en la liberalización económica, política y cultural-moral de todos los países, que debe ser una condición comercial firme. Es una amenaza para nuestra propia libertad que queden aún enormes bolsas de no libertad. Por nuestra propia seguridad y por solidaridad con los afectados, esas bolsas deben deshincharse. El mundo será liberal (en el sentido más amplio del término, por supuesto, no en el de una etiqueta política concreta), o no será viable en esta era tecnológica. La salvaje agresión de Putin debería hacernos reflexionar en esta línea, porque algunos intelectuales llamados “realistas” han resultado ser los menos realistas: ingenuos que nos han llevado al borde del sometimiento a tiranos. Ya basta. La libertad no se impone, pero el liberalismo (amplio) sí, y se ha de hacer. Nos lo estamos jugando todo.

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