Opinión

No a una empresa eléctrica estatal

Desde el minuto uno de este partido, las fuerzas políticas co-gobernamentales han querido ver cómo meterle mano al sector energético

Los gobiernos son expertos en crear un problema, indignar a la gente para que pida que “alguien haga algo”, y justificar así su intervención salvadora, que, por supuesto, estaba prevista desde el principio y no busca resolver el falso problema creado sino avanzar en la agenda estatista del Ejecutivo. Este es el modus operandi de los políticos colectivistas, ya sean de izquierdas o de derechas, y no podíamos esperar otra cosa del actual gobierno de coalición. Recordará el lector que, apenas un par de meses después de haberse constituido este gobierno, ya clamaba el entonces vicepresidente primero, Pablo Iglesias, por la nacionalización del sector energético a cuenta de la pandemia de covid-19, como si hubiera alguna relación entre una crisis epidemiológica y el suministro energético. Claro que también pidió nacionalizar la banca, la sanidad privada y, se le dejaran, pediría la nacionalización de las lunas de Saturno. Ahora, año y medio más tarde, el gobierno ha permitido durante un par de semanas que el recibo de la luz suba hasta la estratosfera. Consigue así que infinidad de personas, sin ver más allá, pidan que el gobierno “haga algo” para bajarlo. Y, claro, ¿cuál es la solución más simple, en la que inmediatamente piensa cualquier ciudadano de un país tan adicto al papá Estado? Pues nacionalizar la energía. Si en el 15-M el villano preferido de nuestros colectivistas era el temido banquero, al que se vestía de frac y se colocaba un puro en la boca, ahora el enemigo favorito de la izquierda (y de la extrema derecha, porque Vox está a un paso de decir las mismas cosas que Podemos en esta materia) es la empresa privada eléctrica.

Pero, para empezar, en España no tenemos empresas de energía sino pseudoempresas. Las llamo así porque difícilmente se las puede tener por verdaderamente privadas. Son unas pocas, que operan en régimen de oligopolio concedido por el Estado, evitando así tener competidores de verdad. A cambio, ejercen de recaudadores de impuestos para el Estado, incrementando los recibos con sus impuestos abusivos y sus sobrecostes políticos. Este puñado de empresas privilegiadas no constituye un sector de la economía libre sino un mero tentáculo del Estado. Pero sirve al propósito del PSOE y de Podemos. Así, la ministra Teresa Ribera ha dejado cocerse el guiso unas semanitas y finalmente ha salido en auxilio del ciudadano cabreado para decirle “sí, tiene usted toda la razón, hay que ‘hacer algo’ y lo vamos hacer: vamos a crear una empresa pública de energía”. Como si no fueran ya publiquísimas las existentes, de facto. Es la trampa de siempre. Desde el minuto uno de este partido, las fuerzas políticas cogobernantes han querido ver cómo meterle mano al sector energético. Será la Rumasa de Sánchez, aunque quizá el procedimiento sea menos burdo.

Y mientras la izquierda se dispone, salivando, a morder la sabrosa tajada del sector energético para hacerlo aún más suyo, controlarlo de arriba abajo y lucrarse por el camino, resulta que la “nueva” derecha voxista le sigue el juego. Jorge Buxadé lleva días hablando de este asunto, pero se cuida mucho de pedir que se eliminen los impuestos especiales o los sobrecostes, y jamás habla de liberalizar, siquiera tímidamente, el sector para que entren más competidores. Todo lo contrario. Vox culpa a Sánchez y a los gobernantes previos de haber dejado el suministro “en manos extranjeras”. El nacionalismo patológico de ese partido ofusca cualquier razonamiento sensato. Y el nacionalismo, ¿qué puede pretender ante una situación así? Pues nacionalizar, como la izquierda. El pasotismo del PP y de los demás partidos no ayuda en nada a caminar en la dirección de un sector liberalizado y competitivo, con precios asequibles. Sólo queda la voz extraparlamentaria del Partido Libertario pidiendo un poco de sentido común. La sociedad es absolutamente capaz de autoproveerse energía, como cualquier otro bien o servicio, mediante la concurrencia constante de infinidad de modalidades de producción y distribución, y de empresas proveedoras. Si queremos que la luz baje, lo que hay que hacer es quitar impuestos y reventar el oligopolio, no transformarlo en un monopolio. De todas maneras, estamos ya ante un debate viejo y viejuno: en una década, dos a lo sumo, probablemente podremos librarnos de estos gigantes energéticos, ya sean de Estado o pseudoprivados, y cada casa, cada bloque, cada nave industrial pueda producir el grueso de la energía que consuma. O, alternativamente, compremos en el supermercado una sencilla batería doméstica que nos asegure todo el consumo necesario para un mes o un trimestre. Y habrá entonces millones de autoproductores y cientos de marcas de baterías. Y podrán desaparecer en gran medida los tendidos horrendos que causan cáncer y destrozan el paisaje. Y la energía ya no será una red controlable, sino cosa de cada particular. Es la peor pesadilla de los altos ejecutivos de las eléctricas de hoy, y de los políticos estatistas. Pero es un sueño de cuantos creemos en el individuo humano. Y puede hacerse realidad. Sólo hace falta que el Estado no se meta.

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