Opinión

España suspende en derechos civiles

España es uno de los países que más sentencias adversas acumulan del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Es también uno de los pocos países desarrollados que no implementan de forma automática las decisiones del Comité de Derechos Humanos de la ONU. Ahora, el Consejo de Europa nos recrimina una vez más por nuestro desempeño en dos cuestiones fundamentales: la libertad de expresión y los excesos de la seguridad ciudadana. No debe confundirse el Consejo de Europa con los consejos europeos de la UE. El Consejo de Europa no es parte de la Unión Europea, sino una institución más amplia que abarca a todos los países del continente, salvo Bielorrusia, suspendida hace ya mucho tiempo por sus violaciones flagrantes del código elemental de valores de nuestro continente. Es decir, el Consejo de Europa es una especie de mini-Naciones Unidas de alcance continental. Y la principal área de trabajo de este organismo internacional es la relacionada, precisamente, con los derechos y libertades fundamentales de los europeos.

La actual comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Dunja Mijatovic, escribió hace unos días al gobierno español para expresarle su honda preocupación por el exceso de limitaciones jurídicas al ejercicio de la libertad de expresión en nuestro país. Esas limitaciones se deben principalmente a un enfoque muy restrictivo por parte del legislador, pero también por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Hay que recordar que el TC falló a finales de 2020, en una decisión polémica adoptada por un solo voto, que la libertad de expresión es inferior al ultraje a la bandera, contra la tendencia mundial en esta materia, iniciada por el Tribunal Supremo estadounidense hace ya treinta años. Pero lo que principalmente señala Mijatovic al gobierno español es la interpretación amplísima que se hace de tipos delictivos como el de enaltecimiento del terrorismo, el de incitación al odio o las injurias a la jefatura del Estado. En realidad, ninguno de esos delitos debería existir, pues constituyen actos de opinión y de expresión de la misma. La comisaria ha pedido expresamente a España la despenalización de los insultos a los sentimientos religiosos y de la difamación, y el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, ha respondido afirmando que España reformará su legislación para buscar un "equilibrio". Pero en esta cuestión no hay equilibrio que valga: la libertad de expresión supera cualquier otro bien jurídico que se desee preservar. "las opciones de imponer restricciones a la libertad de expresión son muy limitadas y deben ser proporcionadas", recuerda Mijatovic a nuestro gobierno.

Por si fuera poco, también la Comisión de Venecia, del mismo Consejo de Europa, ha puesto el grito en el cielo por los excesos orwellianos de nuestra ley de seguridad ciudadana, no sólo por lo que califica de "potencial represivo" ajeno a la más elemental proporcionalidad, sino también por la cuantía astronómica de las sanciones previstas, que alcanza con facilidad los seiscientos mil euros. La Comisión critica el "efecto amenazador" de estas sanciones en el contexto de los derechos de reunión, manifestación y protesta pacífica. 

Hemos involucionado poco a poco y nos hemos situado a la cola de Europa en cuanto a la efectividad real de algunos de los derechos civiles más importantes, para no hablar de los políticos: España tiene una posición pésima en el índice de sufragio pasivo, porque las barreras a la participación son especialmente altas, enquistando el oligopolio político. Encarcelar a alguien por la letra de una canción es un atropello impropio de países democráticos, al margen de los otros delitos, de mayor consistencia, que puedan atribuirse a esa persona. Reprimir los actos de protesta que incluyan el deterioro de símbolos del Estado es un retroceso de muchas décadas respecto al camino de la libertad en el mundo occidental. El exceso de celo en la persecución de las agresiones verbales al jefe del Estado tiene el efecto contrario al buscado, porque enfada aún más a los detractores de la monarquía. Y considerar delictivo un mensaje de aprecio a una banda asesina disuelta hace más de una década es, además de contraproducente, un exceso estúpido. Una expresión, por deplorable que pueda resultarle a la mayoría, no tiene por qué ser necesariamente delictiva. Como escribió Ayn Rand, "la función política de los derechos es proteger a la minoría de la mayoría, y la menor minoría es el individuo". Sin embargo, quienes conducen nuestro Estado buscan reforzar a cualquier precio su proyección social, y creen que consiguen algo constriñendo la manera en que los ciudadanos se expresen respecto a él. Es un error grave, y es sintomático de la honda preocupación que causa en esas personas la actual sensación de desmoronamiento institucional y de desapego generalizado de la población, que puede llegar a convertirse en denegación masiva del consentimiento sobre el que, se nos dice, descansa la legitimidad del poder constituido. Hay un consenso de derecha e izquierda en esta materia, porque el PP promulgó la ley mordaza y la coalición PSOE-Podemos nunca la ha derogado, de la misma manera que el PSOE de Rodríguez Zapatero restringió la libertad en Internet mediante la ley Sinde y después el PP, con el ministro Wert a la cabeza, mantuvo e inclusó empeoró la norma. En definitiva, nuestro marco de derechos civiles y libertad de expresión siempre ha sido mejorable, pero ahora se pone de manifiesto su deterioro y los organismos del ramo nos lo recriminan con razón.

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