Opinión

Globalismo y globalización

Últimamente se usa mucho el término “globalismo”, peyorativo. Es uno de los espantapájaros del nacionalpopulismo, e incluye un retrato robot de las “élites globalistas”, una secreta cábala de malvados que al parecer intenta dominar el mundo. Muchos estamos en contra de un gobierno mundial porque, igual que desconfiamos de la concentración de poder en otros ámbitos, la rechazamos en el de la gobernanza de las sociedades. Pero los nacionalpopulistas han estirado este debate para llevarlo a su terreno y para hacer que avance su propia agenda, que es la del refuerzo del mundo de compartimentos estancos de poder en los dos centenares de Estados-nación actuales. Siendo contrario al rígido Estado-nación que hunde sus raíces en la Paz de Westfalia, obviamente desconfío de su poder absoluto y prefiero la atomización de las unidades de gobernanza. A más Estados, menos Estado. Cuantos más haya, menos poder tendrán sobre los individuos, menor capacidad tendrán de reprimir dentro y guerrear fuera. Por lo tanto rechazo un Estado mundial único, que establecería un imperio top-down muy peligroso para la libertad individual. Al contrario, propongo un entendimiento líquido de la soberanía, afirmo el derecho de autodeterminación con base en el individuo y reclamo criterios y procedimientos estandarizados y universales para que los procesos de readscripción territorial en el nivel estatal puedan fluir de manera libre y pacífica, con garantías para los partidarios y detractores que haya en cada caso.

Y esa visión tan libertaria choca con la nacionalpopulista, que idealiza el Estado-nación contemporáneo y pretende reforzarlo por arriba y por abajo: por abajo, para blindarlo frente a cualquier modificación que la gente de algún lugar promueva; y por arriba para hacerlo totalmente ajeno a condicionamientos derivados del hecho obvio de que ese Estado no está solo en el mundo. Estos nuevos nacionalistas radicales adoran los Estados-nación y pretenden su autarquía para hacer en ellos, desde el poder, su ingeniería social conservadora y mística, que cursa inevitablemente, también, con un alto grado de intervencionismo económico.

Cuando los nacionalpopulistas dicen estar a favor de la globalización económica, mienten. Son proteccionistas y subordinan la actividad económica a los intereses nacionales tal como los interpretará el gobierno que ellos buscan dirigir. Igualmente, subordinan la cultura a las directrices gubernamentales para evitar que se desvíe del modelo de sociedad que quieren. Y cuando hablan de globalismo, es curioso que condenen a los foros de coordinación internacional de Estados cuando defienden los derechos individuales o la libertad moral personal. Ellos, que no están en una permanente campaña política sino en una permanente cruzada etnorreligiosa, se permiten llamarnos “cosmopaletos” a los cosmopolitas, pero lo cierto es que su visión de unos Estados fortificados en torno a naciones obligatorias e incuestionables, no evolutivas, ya es completamente anacrónica en nuestro tiempo.

Mientras siga habiendo Estados no tiene nada de malo que haya foros en los que se reúnan y procuren establecer de forma consensuada normas generales de comportamiento entre ellos y de defensa de los derechos individuales. También es legítimo que se asocien en bloques comerciales y geopolíticos dentro de los cuales, por ejemplo, rijan similares cartas de derechos y pueda haber una mayor libertad de tránsito de personas, bienes, servicios y capitales, aunque lo ideal para nosotros es la apertura total de esas barreras al planeta entero (entre agentes privados que no respondan a dirección estatal, por supuesto).

Cuando los nacionalpopulistas toman estos órganos y los presentan como el mismísimo diablo, exageran mucho y trasluce su objetivo de afianzar el caduco Estado-nación, un ente que ya da muchísimas muestras de fatiga. Serían creíbles si su crítica al nivel supraestatal fuera unida a una misma crítica al nivel estatal, pero curiosamente se detienen ahí. Hablan de élites globalistas, pero ellos son élites localistas del Estado-nación, es decir, son élites nacionalistas y por lo tanto colectivistas y contrarias a la libertad individual.

El mundo es muy interdependiente, está globalizado en todos los ámbitos y es imposible pensar que pueda estarlo para los flujos comerciales, culturales o migratorios pero no para la gobernanza política. La cuestión es cómo debe ser la globalización en este último campo. Sin duda debe incluir un marco, bastante elemental, reducido y transparente, de Derecho basico, incluidos los Derechos Humanos y libertades elementales; y de normas de relación entre los Estados. Pero lo innovador y revolucionario sería que incluyera los procedimientos antes mencionados de fraccionamiento, agrupación y readscripción libre de territorios. La globalización en política no debe llegar más allá, no debe alumbrar un gobierno ejecutivo con poder global, sino todo lo contrario: el objetivo final desde una perspectiva libertaria no es ni ese gobierno global ni los doscientos Estados-nación obsoletos de hoy, sino un mundo de miles de unidades de gobernanza de escala humana, modificables por los habitantes de cada lugar. La soberanía importante es la de las personas, no la de los Estados.

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