Opinión

Hong Kong: veinticinco años de opresión

Al comenzar este mes se cumplieron veinticinco años del mayor acto de ignominia cometido en toda su historia por una Gran Bretaña ya decadente e indigna de su glorioso pasado imperial: la entrega de cinco millones de hongkongueses maniatados, y de su tierra, al criminal régimen comunista de la China continental. Nunca antes en la historia se había producido una supuesta descolonización de la que no fuera beneficiaria la parte colonizada, que es por supuesto, única e invariablemente, la población habitante del mismo. Sólo el temor a una gran potencia militar y nuclear, convertida en tal cosa por la negligente ingenuidad de los occidentales en las décadas precedentes, explica ese salvaje liberticidio. El último gobernador del territorio, Chris Patten, escribió poco después su libro “East and West”, en el que no disimuló su pesadumbre pero tampoco se resistió a exculpar a Londres: “Ciertamente, Hong Kong se convirtió en el primer ejemplo de de descolonización acompañado de menor democracia y una protección más débil de las libertades civiles. Hubo un profundo arrepentimiento en la potencia colonial saliente, pero la culpable fue China. Me congratulo de que Gran Bretaña fuera capaz de eludir por estrecho margen la complicidad en el acto ignominioso de privar a los ciudadanos de Hong Kong de cuanto se les había prometido”. Cuánto cinismo. Un cuarto de siglo después, a nadie le cabe duda de que Gran Bretaña no eludió nada y sí fue cómplice. En círculos diplomáticos se suele afirmar que Londres ha sido históricamente fuerte frente Argentina (en cuanto a las Malvinas), titubeante frente a España (en cuanto a Gibraltar) y débil frente a China (en cuanto a Hong Kong). Esa debilidad frente al poderoso régimen comunista ha condenado a la ingesta, deglución y digestión del territorio y de su gente, con su identidad cultural y su modo de vida capitalista.

El extremismo chino en las negociaciones forzó a firmar que no se concedería la nacionalidad británica a aquellos ciudadanos que fueran “étnicamente chinos”, y Gran Bretaña transigió con este criterio racista. Portugal fue, dos años más tarde, mucho más civilizado respecto a la población de Macao, y concedió todos los pasaportes que pudo. Pero Patten se hizo trampas al solitario en su libro y en sus declaraciones, por más que se le notara avergonzado por haber sido el verdugo político de las personas a su cargo. Londres se cubrió de fango y la culpa perseguirá a la otrora imperial Gran Bretaña mientras exista. A España le cabe una culpa derivada, la de emplear constantemente el fúnebre ejemplo de la retrocesión británica para argumentar en su causa pendiente e imposible por anexionarse Gibraltar, y también para justificar el intolerable abandono del Sáhara Occidental en 1975. No, las colonias no pueden ser objeto de negociaciones entre sus potencias administradoras y los países que las reclaman. Son los habitantes quienes deben decidir el marco de gobernanza política que deseen para sus territorios.

El acuerdo chino-británico era para cincuenta años. Sólo ha pasado la mitad y ya son enormes y flagrantes los incumplimientos de la parte china. El marco aprobado entonces y conocido como “un país, dos sistemas” yace moribundo mientras el régimen comunista se arroga cada día más competencias y va disolviendo como un azucarillo las facultades de las maltrechas instituciones de esa “región especial”. La dictadura ha celebrado por todo lo alto el aniversario, orgullosa de su anexión y de haber reprimido durante todos estos años los deseos de democracia y libertad de los hongkongueses, y particularmente la Revolución de los Paraguas en 2014 y las protestas que de ella se derivaron hasta hoy en la cínicamente denominada “región especial”. De “especial” ya casi no le queda nada a Hong Kong. Con buen criterio, ya no aparece siquiera en el Índice de Libertad Económica, que solía liderar, porque el autogobierno del territorio ya es casi nulo incluso en materia de finanzas, banca y fiscalidad. Y la represión no ha dejado de empeorar bajo la dictadura subrogada de la odiosa apparatchik comunista Carrie Lam y de su actual sucesor John Lee, aún más alineado con Beijing. Los partidos clandestinos y las fuerzas de la sociedad civil recurren a lo que más molesta al régimen: sustituir la absurda bandera inventada en los noventa por la vieja enseña colonial, con la Union Jack en el cantón superior de mástil, y tiene sentido: si China ha incumplido las cláusulas del contrato de cesión de Hong Kong, entonces Hong Kong no ha sido descolonizado. Y entonces corresponde a los habitantes decidir sobre su futuro, no a la dictadura comunista. Y la vieja bandera colonial acusa tanto a China como a Gran Bretaña, porque Londres no cumplió con los millones de personas a su cargo y tiene pendiente darles una solución. Son veinticinco años ya. Veinticinco años de tragedia para varios millones de personas. Veinticinco años de feroz represión e ilimitada prepotencia de la dictadura que aprisiona bajo el yugo comunista a casi una quinta parte de la humanidad. Una amarga lección de la Historia.

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