Opinión

La décima cruzada

Hubo nueve cruzadas en la Edad Media, entre los siglos XI y XIII. Después se ha empleado este mismo nombre para muchas otras contiendas, desde el vil genocidio de los cátaros hasta la cruenta Guerra Civil española. Pero en puridad las cruzadas fueron esas nueve invasiones de Oriente Medio por coaliciones de reyes y señores feudales de toda Europa. Su justificación fue religiosa pero su realidad fue una lucha de poder terrenal, con la ciudad de la paz, Jerusalén, como trofeo más preciado. Han pasado casi tres cuartos de milenio desde la derrota definitiva de los caballeros cruzados, en 1291. Una y mil veces han tratado de recomponer su fuerza y la han opuesto con fiereza, no ya a los sarracenos de entonces, sino a todos cuantos han cuestionado el orden tradicional, quietista y liberticida, establecido bajo el tándem corona-clero. Aquellos pobres cátaros del Languedoc fueron los primeros no musulmanes en soportar una cruzada, que los exterminó, pero el espíritu cruzado de la facción ultraconservadora de Europa siguió identificando y tratando de masacrar a muchos otros enemigos. Sin embargo, lo mejor de la humanidad (la Razón) se fue imponiendo. Del final de la oscura Edad Media surgió un renacimiento de la libertad creadora, que inspiró las artes, desarrolló las tecnologías y el comercio, liberó las ciencias y las finanzas, normalizó el lucro legítimo y con él el emprendimiento, separó el pensamiento de la creencia y la Iglesia del Estado… sentó las bases de la Ilustración, del liberalismo, del mundo moderno. El último episodio de la eterna “décima cruzada” lo tuvimos hace ahora casi un siglo. Las fuerzas del regreso al anteayer, de la sujeción del individuo al grupo identitario con mano de hierro, trazaron un Eje que a punto estuvo de acabar con el mundo moderno. Ese mundo, cuya raíz es liberal, pasó en tres siglos de la polvorienta ignorancia, la superstición oscurantista y la peste negra a pisar la luna, transplantar corazones y triplicar la longevidad. Con todos sus defectos, el orden liberal-capitalista es el cénit de nuestra especie. Sus enemigos no son alienígenas. Son, incomprensiblemente, parte de nuestra gente. Y se valen de los adelantos de nuestro tiempo y de las opciones de nuestra libertad para intentar el regreso a modelos de sociedad menos libres, en las que el individuo vuelva a ser un mero engranaje, un número, un súbdito. A finales de abril me asomaré a las librerías, precisamente, con “La décima cruzada”, donde expongo cómo aquel peligro, que creíamos conjurado con la derrota del fascismo en 1945, está de vuelta. 

Los nuevos caballeros cruzados son conscientes de cuál es su enemigo real. Dicen que es la izquierda o lo “progre”, pero basta escarbar un poco para comprender que no, que su cruzada es contra el conjunto del orden liberal. Como mínimo, ansían deshacer y revertir todos los avances individualistas de las últimas siete u ocho décadas, desde la equiparación social, profesional y política de las mujeres hasta el fin de la segregación, desde la normalización de la homosexualidad hasta las revoluciones espiritual (new age), sexual y digital. Se quejan del rumbo tomado por la cultura, los hábitos sociales y los valores predominantes en estas últimas décadas, pero ocultan que su intención es hacerse con el poder político para imponer mediante la coerción legislativa y ejecutiva un modelo de sociedad anterior. Si pueden, no se conformarán con retroceder en ese campo hasta el Periodo de Entreguerras, sino que buscarán restaurar elementos del orden preliberal. Por eso intentan cancelar el liberalismo empleando términos como “iliberal” y “postliberal” para referirse a su agenda final, en todos sus foros. Polonia y Hungría son los tubos de ensayo donde se mezclan ligeras variantes de la fórmula. Rusia y la mitad trumpista de Occidente pagan el laboratorio. La cruzada se dirime en los campos de batalla de Ucrania y en la fiscalía de Nueva York que sigue deshojando la margarita de procesar o no a un ex presidente, porque el síndrome de Estocolmo puede provocar incidentes graves en la primera potencia mundial. La cruzada se desarrolla en las urnas de Europa Occidental, donde nunca habían tenido opciones reales los ultras y ahora sí las tienen y gobiernan nada menos que en Italia. La cruzada incendia las calles de toda Francia mientras se frota las manos la señora Le Pen, en nómina de Putin. La cruzada se alimenta en Norteamérica y en América Latina de los sectores más extremistas del baptismo meridional, del catolicismo yunquero y del nuevo evangelismo carismático pero, un peldaño más arriba, parece muy implicado el ortodoxismo ruso, con recursos infinitos bajo la atenta mirada del zar de Moscovia. Es el momento de que, no sólo los liberales, sino todos los partícipes de la democracia liberal, nos unamos para cortar de raíz las cabezas de la hidra nacionalpopulista e impedir su décima cruzada. La obra histórica del liberalismo no se toca. Si llega el momento de defenderla mediante el uso de la fuerza, hagámoslo, pues es también por la fuerza como la décima cruzada amenaza la Libertad.

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