Opinión

Lenguas vehiculares

Las lenguas son órdenes espontáneos, desintervenidos, construidos sutilmente por sus hablantes de generación en generación. No son códigos planificados por sesudos equipos de científicos para satisfacer el encargo de políticos o funcionarios. Dan mucha risa, por ello, las “academias de la lengua” que pretenden establecer una ortodoxia lingüística, un hablar “correcto”, una gramática institucional. Proliferan esas academias y servicios en los países de lenguas latinas, herederos de la obsesión normativista romana y francesa. No tiene academia, sin embargo, la lengua inglesa, ni falta que le hace. Es admirable ese idioma, que forma neologismos y verbos a la velocidad del rayo sin una autoridad centralizadora. En inglés no hay herejías lingüísticas. Es, por ejemplo, una lengua que adopta palabras extranjeras sin que se escandalice nadie, pues todo el mundo entiende que, lejos de afear el idioma, lo enriquecen. Así, en inglés “guerrilla” se dice “guerrilla”, en español, pero ay de nosotros cuando empleamos algún anglicismo de más: siempre saltará algún purista o algún militante de Vox a regañarnos.

Desde el rey Sejong, que inventó en el siglo XV el actual alfabeto del idioma coreano, hasta el pastor luterano Mikael Agricola, que normativizó en el XVI el finés, muchos han sido quienes han dotado a las lenguas de herramientas e instrumentos, recogiendo y glosando el hablar de la gente. Muchos menos, más ingenuos pero tremendamente arrogantes han sido, en cambio, quienes han incurrido en la pretensión delirante de inventar de cero un idioma, ya fuera el esperanto, la interlingua o cualquier otro bodrio similar, hasta el klingon. Ninguno de ellos ha tenido éxito porque no respondían a una evolución natural sino a los ensayos de laboratorio de algún entrometido ingeniero social. El dramaturgo irlandés George Bernard Shaw estaba obsesionado con la “mala” escritura de la lengua inglesa, y pretendía, en su bobo delirio socialista, nada menos que establecer una nueva transcripción de los fonemas que resultara más perfecta y coherente, y obligar a todos los millones de hablantes a utilizarla. Solía poner un ejemplo muy chusco. Escribía “GHOTI” y argüía ante las víctimas de su perorata “aquí pone FISH (pez), sólo hay que pronunciar la ‘gh’ como en ‘laugh’, la ‘o’ como en ‘women’ y la ‘ti’ como en ‘action’, y ya está, fish, ¿veis como el inglés se escribe fatal?”. En su cabeza, eso demostraba sin lugar a la menor duda que era urgente reformar el idioma. Cosechó seguramente más risas con estas extravagancias que con los divertidos enredos y las situaciones hilarantes de su famosa obra “Pigmalión”, luego llevada al cine como “My fair lady”.

Afortunadamente, a Shaw no se le hizo caso, porque las lenguas son inmunes a los reformistas bienintencionados, que suelen ser los más peligrosos. Son igualmente inmunes a los políticos decididos a imponer idiomas. Hay dos grandes ejemplos de reimplantación contemporánea de idiomas casi desaparecidos, con todo el aparato estatal detrás: el hebreo y el irlandés. El primero, un éxito total. El segundo, un fracaso estrepitoso. ¿Cómo se explica? Pues por lo ya comentado, porque hablar es un orden espontáneo. En Israel hubo y hay una sociedad absolutamente decidida a recuperar la lengua, y lleva ya muchas décadas en ello, hasta haber desarrollado argot propio y otros ejemplos de evolución libre. En Irlanda, la población es anglófona y su independencia lleva asentada más de un siglo, sin que esté amenazada hoy por nadie, y la difícil y ruralísima lengua gaélica la hablan cuatro gatos pese a haberse invertido en ella una fortuna sólo computable en cifras astronómicas.

El domingo se manifestaron en Barcelona unos doscientos mil ciudadanos que exigían la utilización del castellano como lengua vehicular, para quien lo desee. Una parte de ellos, en realidad, anhela que lo sea forzosamente para todo el mundo. La pretensión de que las familias puedan escoger parece razonable pese a estar distorsionada por el conflicto de fondo que todos conocemos. Pero se quedan muy cortos todos, los adalides de la lengua vehicular catalana y los de la castellana. Comparten, pese al odio que se profesan, el mismo error: la fatal arrogancia de imponer idiomas. La lengua o lenguas que un centro emplee como vehículo de la enseñanza deben depender de ese centro, que ofrecerá a la sociedad un determinado proyecto educativo con el ideario y las lenguas que considere oportuno. Y la sociedad votará con los pies. Si alguien quiere ofrecer enseñanza en alemán o en urdu, y alguien quiere contratarla para sus hijos, ambos están en su derecho. Lo que urge es la total privatización de la enseñanza, con un sistema de cheque escolar para las rentas bajas que garantice la universalidad del acceso al servicio educativo, a precio medio de mercado. El ministerio español y la consejería catalana, sobran en esa ecuación. Mandan los padres y madres, que deben escoger en absoluta libertad la lengua y todo lo demás. Expulsemos de las aulas toda forma de ingeniería social y lingüística, cualquiera que sea su agenda política oculta.

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