Opinión

Maradona como ídolo

Será porque no me gusta el fútbol, pero de verdad que no comprendo la histeria que se ha desatado en su país natal y en medio mundo por la lamentable muerte de Diego Armando Maradona. Vaya por delante mi absoluto respeto al fallecido y mi condolencia sincera a sus allegados. Pero a partir de ahí, creo que es conveniente analizar desde el sentido común el fenómeno social en sí.

Y el fenómeno social es la exaltación colectivista de un ídolo, exaltación cuyo máximo beneficiario es siempre el poder político. Por eso la promueve. Por eso la capilla ardiente se instala en la Casa Rosada, y el kirchnerismo en el poder decreta tres días luto. Los estados, desde los inicios del movimiento olímpico a primeros del siglo XX, han encontrado en el deporte un aliado muy eficaz para propagar los mitos sociales y culturales que les interesan. Desde la olimpiada de Berlín, que Goebbels convirtió en un utilísimo vehículo para la publicidad del régimen nacionalsocialista, hasta la extrema explotación, rayana en la tortura, de las pobres gimnastas soviéticas y de otros países del Este de Europa durante toda la Guerra Fría, los estados siempre han empleado a sus deportistas más destacados como iconos para alinear a las masas con sus intereses. Las ceremonias de inauguración de las olimpiadas no son más que un largo catálogo de los casi doscientos estados que se tienen repartidas las tierras emergidas, cada uno con su banderita y sus especificidades, cuidadosamente resaltadas. El hecho de que existan en todos los países ministerios o secretarías de Estado que gestionan el deporte no obedece al candoroso deseo de la élite política de fomentar tan sana práctica, sino a su interés de hacer ingeniería social interna y propaganda exterior aprovechando esta faceta destacadísima del ocio en el mundo actual.

Argentina es un país maravilloso, una sociedad cuya cultura general está muy por encima de su grado de desarrollo. No hay más que recordar a gigantes como Quino y Les Luthiers, o acercarse a la espléndida cinematografía argentina, para asombrarse de ese altísimo nivel. Argentina es, por supuesto, la cuna de una de las figuras más insignes del pensamiento pro-libertad, Jorge Luis Borges. Pero es también el país del peronismo, ese híbrido perfecto entre el populismo marxista (socialismo) y el tradicionalista (fascismo). Los populistas emplean las figuras políticas, culturales o deportivas de cada momento para impulsar una especie de comunión con las masas, a las que se induce a idolatrar a esas personas hasta extremos que sin duda harán las delicias académicas de los estudiosos de la mente humana, precisamente en un país conocido por su nutrida nómina de psicoanalistas. 

Algunas de las imágenes que nos llegan ahora de las calles de Buenos Aires recuerdan a las del país-secta norcoreano cada vez que muere el Kim de turno. Los grandes psicodramas de inducción estatal, las catarsis promovidas, el llanto conjunto que une a la sociedad en torno a sus dirigentes cuando se da un fallecimiento adecuado, no pueden sino producirnos cierta preocupación. La anestesia colectivista llegó en Argentina al paroxismo con la figura de Evita. Parece que ahora se quiere elevar a los altares a este magnífico deportista en su día, cuya trayectoria personal posterior resulta mucho menos edificante. Fallece en la misma fecha que el tirano cubano Fidel Castro, a quien reverenciaba, igual que Franco murió en la misma que José Antonio Primo de Rivera. Qué casualidad. Ojalá los argentinos de mañana recuerden a Maradona el gran deportista, en lugar de adorar a Maradona el icono conveniente al sistema. Todos los ídolos tienen los pies de barro. Por lo pronto, Alberto Fernández y la corruptísima Cristina Fernández de Kirchner están aprovechando perfectamente, como hábiles políticos y estatistas, esta gran oportunidad de relaciones públicas.

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