Opinión

Meloni en el poder

El 22 de octubre de 1922, el Gobierno italiano en pleno presentó su dimisión y el rey no tuvo ya más opción que nombrar a Benito Mussolini. En los días siguientes se desarrolló la infame Marcha sobre Roma. Los “camisas negras” fascistas dejaron bien claro que se había terminado la alternancia, la competencia política, el contraste de pareceres en una democracia liberal estructurada en torno al Parlamento. El fascismo italiano, como el falangismo español, despreciaba las urnas. “Su mejor destino es terminar rotas”, diría José Antonio Primo de Rivera. Un siglo más tarde, son las urnas las que han dado la victoria a Giorgia Meloni, que se considera “post-fascista”, signifique eso lo que signifique. Meloni ha hecho el recorrido inverso al de Abascal y casi todo Vox, que les llevó del PP a la nueva derecha populista y radicalizada. Ella venía de la extrema derecha. Militó de joven en los “misinos”, el Movimiento Social Italiano fundado por los fascistas de la posguerra. Pasó después a Alleanza Nazionale, el partido de esencia reconocidamente fascista que lideró la nieta de Mussolini. Con los años, supuestamente, se moderó algo y acabó liderando esta versión un poco más “lights” de lo que llaman “posfascismo”, Fratelli d’Italia. Estos hermanos de Italia, ¿qué son? ¿Son lo mismo que la Lega? 

Para empezar, han ido en coalición con su líder Matteo Salvini, el de las fotos con una camiseta de Putin, el que hace unos meses no consiguió entrar en Ucrania porque en la frontera los ucranianos le abuchearon y le arrojaron a la cara la dichosa camiseta. Meloni no va a poder gobernar sin los escaños de Salvini y de Berlusconi. Meloni y Salvini no son lo mismo pero sí muy similares. Ella preside el grupo parlamentario ECR en Estraburgo, es decir, el grupo al que también pertenece Vox, y que está dominado por el partido polaco Ley y Justicia, ya que es el que más eurodiputados aporta. Salvini forma parte del grupo ID, liderado por Marine Le Pen y que incluye a Alternativa por Alemania. Ambos grupos han tenido varias tentativas de fusión, y los “brokers” son siempre Meloni y sus amigos españoles de Vox. El más amigo de esos amigos es Jorge Buxadé, que sí ha hecho el mismo recorrido que ella: de la Falange a esta nueva forma de entender la derecha, con un pie en el conservadurismo democrático convencional pero el otro en la abierta extrema derecha no democrática.

Por eso los intelectuales de este movimiento hablan constantemente de “iliberalismo” e incluso de “posliberalismo”, y el premier húngaro, Viktor Orban, ha acuñado los términos “democracia iliberal” y “Estado iliberal”. A Meloni, como a Buxadé, le estorba y le molesta todo lo liberal. Dicen estar rabiosamente en contra de la izquierda, pero al escarbar se ve rápidamente que eso no es exactamente así, pues sus movimientos políticos son proteccionistas, soberanistas económicos y fuertemente obreristas, hasta el punto de contar con sus propios sindicatos. Esos sindicatos de la nueva derecha nacional-populista marcharon por las calles de Budapest esta primavera, durante la campaña de Orban, y acabaron entonando, entre otros cánticos, el Cara al Sol. Lo que combaten no es la izquierda, entendida como un sistema intervencionista de la economía y controlador de la sociedad mediante la ingeniería social y cultural. Ellos también intervienen la economía, y mucho, y también tienen un profunda vocación de ingenieros sociales, nada más que en una dirección distinta. 

Hay motivos para estar muy preocupados. Italia ya no es una pequeña Hungría, sino la tercera potencia económica del bloque europeo. Incluso si Meloni no tiene las conexiones rusas que se le sospechan, sí va a estar fuertemente condicionada por las de Salvini. Los derechos civiles pueden sufrir mucho en áreas como la inmigración, la libertad sexual, la religiosa o la moral. Meloni es la extremista religiosa que, en el mitin de Vox en Andalucía, llamó a voz en grito a imponer la “universalidad de la cruz”, atacando así frontalmente el principio liberal de separación entre Estado y religión. La ingeniería social con intenciones religiosas puede abocar a Italia a una teocracia encubierta. Como mínimo, llevará a políticas natalistas a la húngara, cuyo objetivo es inducir a las mujeres a regresar a los roles tradicionales. Y el tsunami para el resto de Europa puede ser letal. Bruselas no se atrevió a actuar frente a Orban cuando debió hacerlo, y ahora no va a poder porque sería enfrentarse a uno de sus miembros principales. En el contexto de 1922, Mussolini llegó por la fuerza, y también por la fuerza perdió el poder. En el de 2022, Meloni ha llegado por las urnas, y falta saber si también se irá por las urnas, ya que la lección húngara es la de tal grado de control social y mediático que la alternancia queda imposibilitada y el nacional-populismo se eterniza y proyecta una apariencia de funcionamiento democrático. En Moscú, el zar que no logró renovar por cuatro años más su control de la Casa Blanca, ni hacerse con el Elíseo, sonríe contento porque prácticamente tiene ahora el Palazzo Chigi.

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