Opinión

El mundo moderno está en peligro

Algo comenzó a cambiar en Europa en 1517, cuando el sacerdote Martín Lutero clavó en las puertas de la iglesia de Wittenberg sus famosas noventa y cinco tesis. Se desencadenó la Reforma y nada volvería a ser igual. No habría tenido éxito de no ser por un invento esencial: la imprenta de tipos móviles de Johannes Guttenberg. Ya a mediados del siglo anterior se había impreso por este mecanismo una primera biblia. A las jerarquías eclesiásticas no les había hecho ninguna gracia. Ese texto y todo el resto del conocimiento estaban monopolizados (preservados, dicen los indulgentes) en los monasterios y en las cátedras de las universidades, estrechamente supervisadas por la Iglesia. La Reforma hizo interpretables las escrituras. Y para interpretarlas debían circular y reproducirse muchas copias, y para eso estaba la imprenta. Y para interpretarlas también había que saber leer, y por eso la enseñanza, reservada a unos pocos, comenzó a extenderse a buen ritmo en las sociedades donde prendió la Reforma. El Norte de Europa, frío, atrasado, pobre, sin colonias, comenzó a sacudirse la casposa ignorancia popular, que, en cambio, persistió en el Sur. Los países que se hicieron brazo armado de Roma terminarían perdiendo una batalla de dos siglos por el liderazgo de la modernidad y del progreso. Éste era imposible sin contraste de pareceres, sin disidencias, heterodoxias, pluralismo ni diversidad. El avance, se constató, no admitía dogmas ni jerarquías cerradas, y la imprenta terminaría haciendo posible que el saber dejara de ser un circuito cerrado y pasara a ser un orden espontáneo. El escritor Arturo Pérez Reverte ha afirmado en varias ocasiones que “España se equivocó en Trento”. Comparto esa visión. En el concilio celebrado a partir de 1545 en esa ciudad italiana, la jerarquía católica obsesionada con la Reforma trató de retener a todos los países posibles. El único geopolíticamente poderoso era España, y sólo por la mala decisión española de aliarse con Roma pudo sobrevivir la estructura papista. El precio que pagó España fue enorme. Nos equivocamos, sí, y nos perdimos la evolución fulgurante de la cultura y del desarrollo científico y tecnológico del Norte. Con el tiempo, las cosas irían cada vez peor y la pugna histórica entre reformistas y contrarreformistas se saldaría a favor de los primeros. Nuestro imperio languidecería por obedecer a unas formas de gobernanza extremadamente centralizadas y jerarquizadas y a un cuerpo de dogmas religiosos oscurantista y entorpecedor del progreso. Mientras el Norte de Europa comerciaba, nosotros evangelizábamos a sangre y fuego. Mientras al Norte de los Pirineos empezaron a surgir movimientos que desembocarían en el enciclopedismo, en el parlamentarismo, en la resolución de las disputas mediante los contratos y el Derecho, en la movilidad social y el fin de las jerarquías, etcétera, el Sur católico se encerró en su cápsula de tiempo y acabó por perderlo todo. 

El mundo anglosajón de base reformada es responsable de casi todo cuanto configura, de mediados del XIX para acá, lo que se ha llamado el “mundo moderno”. El cénit de la civilización humana previa al sangriento siglo XX se parece mucho al Londres de 1880 o al Nueva York de 1900. La raíz doctrinaria se encuentra en las revoluciones inglesas, luego la americana de 1776 y finalmente la francesa de 1789, con sus muchas sombras pero con algunas luces radiantes. Nada de todo eso habría sido posible si no se hubiera hecho una reforma del marco de poder religioso y terrenal previo a Lutero. Esto no significa que no haya habido insignes partidarios de la libertad dentro del mundo católico. Recordemos que nuestra Escuela de Salamanca y la Escuela Austriaca de economía surgen en ese mundo. Pero sí quiere decir que la libertad individual fue una pulsión infinitamente más potente en las sociedades protestantes. En nuestro XIX, los pobres liberales españoles terminaron casi siempre derrotados o asimilados. En el XX, el más insigne de ellos, Salvador de Madariaga, terminó exiliado por cuatro décadas. El mundo moderno es liberal, y es obra en muy gran medida de las sociedades que hicieron la Reforma. Se ha extendido por el planeta como una mancha de aceite porque es muy superior a cualquier otro modelo conocido. Incluye la democracia en política, el capitalismo en economía y el racionalismo en filosofía. Excluye en general la fuerza bruta como fuente de la razón. El temible pensador ultraderechista Julius Evola escribió en 1934 su “Revuelta contra el mundo moderno” para denunciar esas raíces y atacar el Occidente liberal, fuertemente influido por las instituciones anglosajonas. Ese Occidente, tras la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, vuelve a ser el cénit de la civilización humana. Nos ha dado antibióticos, internet, liberación de los individuos frente a las ataduras colectivistas y mayor longevidad que nunca antes. Nos ha llevado literalmente a la luna. Pero vuelve a verse amenazado por sus enemigos de siempre, que hoy se llaman Le Pen, Putin, Orbán o, entre nosotros, los neofalangistas de Buxadé. Deberá vencerlos a todos de nuevo, o desandaremos siglos.

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