Opinión

Nuevos fascismos, nuevos comunismos

JOSÉ PAZ
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El 29 de diciembre de 1922, cuatro dictaduras firmaron el tratado fundacional de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Por siete décadas, las siglas CCCP en cirílico, o URSS en nuestro alfabeto, serían sinónimo del más abyecto colectivismo represor de la libertad individual, con permiso de la otra gran variante del socialismo: la fascista (incluido en ella el nacionalsocialismo). La izquierda ha hecho esfuerzos ímprobos, desde la Segunda Guerra Mundial, por esconder las similitudes y los vínculos que inicialmente unieron a comunistas y fascistas como expresiones de un mismo tronco común heredado del idealismo del siglo XIX: el socialismo en sentido amplio. Socialismos, tanto democráticos como autoritarios o totalitarios, ha habido muchos. Algunos no han pasado de embrión y otros han alcanzado el poder. Unos han tenido estética de izquierdas y otros de derechas. El comunismo y el fascismo son dos formas de socialismo: marxista en un caso, antimarxista en el otro; internacionalista uno, nacionalista el otro; ateo el primero y místico el segundo, pero por lo demás parecidos y relacionados. Tan relacionados que, como recuerda el historiador Thomas Payne, la Italia de Mussolini, recién inaugurada tras la Marcha sobre Roma, fue el primer país en reconocer, ipso facto, a la URSS. Mantuvo durante mucho tiempo relaciones cordialísimas con Moscú, y como muestra un botón de oro: la decimocuarta edición de la famosa exposición Bienal de Venecia, celebrada año y pico más tarde. El nuevo país, ese régimen novedoso que fascinaba a Mussolini, fue el gran invitado a la Biennale y su pabellón sirvió como escaparate internacional de una URSS que, por entonces, se presentaba al mundo como la vanguardia intelectual y artística de la humanidad. 

Fue una muestra de cómo los regímenes antiliberales hicieron piña contra el mundo moderno que tanto odió el pensador Julius Evola, tan fascista que la Italia del Duce le supo a poco y terminó de ideólogo de cabecera de Heinrich Himmler. Ambos totalitarismos trabajaron para destruir juntos el paradigma liberal. Desde el pacto Ribbentrop-Molotov hasta los casos de cooperación militar directa, pasando por la estrategia monetaria y, sobre todo, por la combinación de sus propagandas, fascistas y comunistas se ayudaron hasta bien entrada la década de los treinta. De no haberse torcido las relaciones, de no haberse lanzado Hitler al frente ruso sin haber consolidado el occidental, posiblemente habrían seguido llevándose más o menos bien. Las diferencias ideológicas entre ambos eran (y son) menores. En una escena de la película “El Hundimiento”, un Führer abatido que se dispone a redactar su testamento para quitarse la vida, afirma convencido que, aunque la Alemania nacionalsocialista haya perdido, no vencerá Occidente sino “los pueblos disciplinados del Este”. Para Hitler, como para Mussolini, era impensable que la flexibilidad, el pluralismo, la diversidad y la horizontalidad de nuestro orden espontáneo pudieran generar mayor resiliencia que el ordeno y mando de esa “disciplina” que idealizaban, y a la postre vencerla. También Mussolini hizo testamento, pero en forma de entrevista, la última que concedió a punto ya de ser capturado y ejecutado por sus primos hermanos de la izquierda totalitaria. Y en aquel estertor reiteró que “los fascistas luchamos por imponer la justicia social, mientras los demás luchan por mantener los privilegios. Somos naciones proletarias”. Es un texto que prácticamente podría firmar Pablo Iglesias o, por el otro lado, los sindicalistas neojonsianos de Vox o el mismísimo Jorge Buxadé. La similitud de la etapa actual con el periodo de Entreguerras no incluye solamente el auge de los viejos populismos totalitarios, sino también la conexión entre ambos mediante puentes sutiles, invisibles para las masas pero evidentes cuando el observador profundiza. 

Son legión los pensadores que han señalado la conexión, el parentesco, entre comunismo y fascismo. Hasta Trotsky lo hizo en 1937. Hoy como ayer, comunistas y fascistas se odian en público pero se respetan y comprenden en secreto, pues a ambos motiva mucho más el odio y el desprecio que sienten por la libertad individual. Una minoría hasta se combina abiertamente en el rojipardismo. Los ultras más veraces de ambos extremos, en una conversación de cierto nivel, terminan reconociendo que en realidad no son tan distantes. Juntas, sus nuevas reencarnaciones desbrozan la senda que conduce a cancelar todo el avance de Occidente desde la Ilustración. El liberalismo ha propiciado lo que, con todas sus limitaciones, es sin duda, hasta el momento, el cénit de la civilización. Sus enemigos somos todos nosotros, la sociedad abierta, los ciudadanos del mundo moderno, liberal-democrático, cosmopolita y plural. Y nos quieren someter. Nos quieren esclavos. Nos quieren engranajes de su maquinaria, abejas obreras de la colmena que regentan. Nos quieren siluetas duras y anónimas, sin rostro individual, como las que abundaban en el arte fascista y comunista, como las que presentó en aquella Bienal de Venecia la vanguardia soviética.

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