Opinión

Occidente debe prevalecer

El mes que viene se cumplen cincuenta años de la histórica visita de Nixon al dictador comunista chino Deng Xiaoping. Se hizo famosa una anécdota. Nixon estaba charlando con el primer ministro Zhou y le preguntó qué opinión tenía sobre la Revolución Francesa. Tras considerarlo un momento, Zhou le respondió que aún era muy pronto para extraer conclusiones. Los analistas occidentales, con el derrotismo de pose intelectual que suele caracterizarles, se tomaron aquellas palabras como una gema de la más profunda sabiduría. Occidente era demasiado cortoplacista, vivía preso de la actualidad inmediata, mientras la refinada civilización de Confucio era prudente incluso sobre un evento de dos siglos atrás. Qué refinados los orientales y qué frívolo Occidente, escribieron al unísono miles de profesores de universidad con chaqueta de pana y coderas, barba desaliñada y libros de Chomsky y de Adorno en sus despachos de Yale y de la Sorbona. A veces los occidentales somos nuestros peores enemigos. Tenemos tanta libertad y los estómagos tan llenos, que nunca faltan esos personajes entre nosotros. Hoy son legión y tuitean contra el capitalismo desde un teléfono móvil producido por éste. Casi nunca se les pasa por la cabeza la posibilidad de perder esa libertad, ni la de tener vacíos sus estómagos. Pero nuestra libertad, y con ella la prosperidad que invariablemente ocasiona, no son de titanio. Son frágiles. Requieren la complejidad del mundo moderno, la atomización del poder que se deriva del orden espontáneo capitalista, una cultura de diversidad y pluralismo en tolerancia, unas instituciones de gobernanza sofisticadas y dotadas de fuertes contrapesos de poder, y, sobre todo, no perder de vista cuál es la alternativa, porque sólo así podremos comprender que lo que tenemos es oro puro en comparación. La alternativa es peor, mucho peor: es la quietud y el estancamiento de Oriente bajo el autoritarismo gris del pensamiento confuciano. Nosotros sí extraemos conclusiones tras “sólo” doscientos años o muchos menos, y miramos adelante, y estamos en constante cambio porque somos dinámicos e innovadores. Por eso en tres siglos hemos progresado mucho más que la humanidad entera en milenios.

Pero tenemos enemigos poderosos. Para llegar a su actual estadio de evolución social, sin parangón en la historia humana, el Occidente libre y capitalista ha tenido que vencer dos guerras mundiales y una larga Guerra Fría. El modelo occidental ha demostrado ser resiliente. Su flexibilidad de junco ha contrastado con la rigidez de sus rivales. Su libertad económica ha reducido drásticamente la pobreza extrema, que persiste principalmente allí donde no hay tal libertad. Nuestra democracia es un sistema mediocre y aunque algunos, como los libertarios, queremos superarla, ello no implica volver a la tiranía, sino individualizar todas las decisiones posibles. En los modelos políticos alternativos aún vigentes, el colectivismo y la represión política son infinitamente peores. Con todas sus sombras, las luces del modelo occidental originado en las revoluciones americana y francesa de finales del siglo XVIII, y enriquecido después por el desarrollo capitalista del XIX y XX, sigue siendo hoy muy superior. Y si algo lo va a modificar, seguramente en la buena dirección, será el actual proceso de individualización derivado de las nuevas tecnologías.

En las siete décadas que hemos recorrido desde la Segunda Guerra Mundial, el mundo se ha decantado por nuestro modelo de libertad personal, moral y económica, y no se ha obligado a nadie: las más variadas sociedades humanas lo han ido escogiendo. Las del Tercer Mundo han comprendido que libertad y desarrollo van inexorablemente de la mano, y, dictaduras aparte, van saliendo poco a poco del pozo. Las del bloque socialista, a partir de 1989, lucharon por desembarazarse del imperialismo ruso y hoy el diferencial de riqueza y libertad es inmenso entre las que lo lograron, como Estonia, y las que fracasaron, como Bielorrusia. No se han expandido hacia el Este ni la UE ni la OTAN, ni el capitalismo: han sido las sociedades del Este las que, a la primera oportunidad, han optado voluntariamente por la libertad, por la prosperidad, por Occidente. Y por defenderse de una Rusia que aún las considera suyas. En los noventa, Huntington se hizo famoso con su teoría sobre el “choque de civilizaciones”. Ni había tal choque ni lo hay, por lo que tampoco hace falta aquella absurda Alianza de Civilizaciones de Zapatero. Lo que hay es un choque entre la civilización global, de base occidental, y un puñado de élites de poder que privan a sus sociedades de la libertad y del desarrollo que necesitan. Al escribir estas líneas, quizá Ucrania y Taiwán estén sufriendo ya el zarpazo sanguinario de los dos grandes enemigos de Occidente. No lo permitamos. Rusia y China no pueden salirse con la suya. Occidente debe prevalecer, o la libertad retrocederá siglos. En realidad, claro que nuestros enemigos han extraído conclusiones de la Revolución Francesa. Y de la Americana. Y del capitalismo. Y del mundo moderno occidental. Y de la globalización. Y todo eso les estorba. Y han decidido atacar. Nos lo estamos jugando absolutamente todo.

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