Opinión

Paremos los pies a Putin

La Rusia de Putin, que es la Rusia de siempre, está reuniendo sus tropas en la frontera oriental de Ucrania. La invasión puede ser inminente, aunque en realidad medio país ya está ocupado indirectamente mediante el apoyo a los esbirros locales del Kremlin, en las zonas secesionadas de Lujansk y Donetsk. Desde que Rusia ocupó y se anexionó la península estratégica de Crimea, la tensión nunca ha bajado. Los ucranianos occidentales (y mayoritarios), los que hablan la lengua autóctona, siguen luchando por normalizar su país en el contexto europeo y euroatlántico, al que desean incorporarse. Los ucranianos del Este, hablantes de ruso, suelen ser más favorables a los designios de Moscú. La opinión impopular que comparto, y que no suele gustar a ninguno de los dos bandos, es que quizá habría sido conveniente dividir el país por zonas de adscripción etnocultural. Y que, al mismo tiempo, Europa y Occidente tienen el deber de apoyar a la Ucrania no rusa, para que no se vea fagocitada y absorbida.

La arrogancia rusa respecto a Ucrania es extrema. Moscú no se ha recuperado de las históricas protestas del Maidán de Kiev, que acabaron con la dictadura tutelada, prorrusa. Al Kremlin le horrorizan los movimientos populares que expresan el anhelo de integrar sus países en Occidente. Es el caso, también, de la vecina Bielorrusia, donde el tirano Lukashenko sólo se mantiene en el poder a causa del apoyo ruso. La actual tensión entre Bielorrusia y sus vecinos occidentales está teledirigida desde Moscú. Rusia no ha aceptado de buen grado la independencia y la posterior prosperidad de las tres repúblicas bálticas que se libraron de su yugo, y mantiene sometidos a la tiranía política y a la pobreza económica a los demás países de su entorno. Moscú cree suyos, al menos en cierta medida, todos los países que formaron parte de la URSS, implosionada en los primeros noventa porque el socialismo, sencillamente, es económicamente incapaz. Toda la élite rusa comparte las viejas veleidades imperiales que se son transversales a los regímenes y las épocas. La metaideología rusa es el nacionalismo, ya gobiernen los zares, el politburó o la cleptocracia de Putin. Y ese nacionalismo cursa con la convicción de que el mito de Eurasia (originado en el nacionalsocialismo alemán y encarnado hoy por el peligroso ideólogo de Putin, Aleksandr Dugin) es real y requiere una constelación de protectorados satélites que sirvan de colchón, de “buffer” entre Rusia y el mundo. Moscú no se siente seguro cuando ve sociedades occidentales, libres, capitalistas, a dos pasos de la suya. Teme el contagio, un contagio anhelado y promovido por esas poblaciones, que buscan salir del atraso propio de la esfera rusa e integrarse en el mundo moderno, cosmopolita, global. Durante cuatro años de trumpismo, cuidadosamente alentado o incluso dirigido desde Moscú, los Estados Unidos se han retirado de la geopolítica y han dejado hacer a la mafia de Putin, que ha reemplazado en gran medida a Washington como potencia mundial. Así se ha visto en Oriente Medio, en el conflicto venezolano y desde luego en el cordón de países ex-URSS que rodea a Rusia. Putin ha dejado vendidos a los armenios porque ahora le interesa llevarse bien con Turquía y terminar de decantarla a su favor y contra Occidente. Putin, que apoya al régimen norcoreano, calla ante las atrocidades de varios de los sátrapas de Asia Central. Putin incursiona cada dos por tres en las aguas territoriales y en el espacio aéreo de la Unión Europea, a la que chantajea desde hace muchos años con el gas natural, porque Europa ha sido tan estúpida de no recurrir al fracking ni tampoco a la energía nuclear en una medida suficiente.

Ya basta. Ya ha llegado el momento de que Bruselas y Washington pongan pie en pared y se enfrenten a la incómoda realidad de que la Guerra Fría nunca terminó para Rusia. No es sólo una cuestión de solidaridad con Ucrania y otros países. Es, ante todo, una cuestión de legítima autodefensa. Putin, que ya arrancó de un mordisco una parte sustancial de Ucrania, recurrirá mañana sin dudarlo a anexionarse el resto, o Bielorrusia, o los bálticos con cualquier ardid. Tenemos al enemigo a las puertas y no cabe titubear. Esta vez hay que pararle los pies a Vladimir Putin, porque nos estamos jugando la libertad. Se podrá decir lo que se quiera de la hegemonía político-cultural estadounidense, pero aterroriza pensar cómo serían nuestras sociedades si la influencia fuera, en cambio, la del autoritarismo político, la corrupción económica y el conservadurismo moral que caracterizan a la Rusia actual.

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