Opinión

Pastillas de yodo

Hace casi cuatro décadas, un fatídico veintiséis de abril, toda la Europa oriental sufrió un desastre terrible. El reactor número cuatro de una vieja central nuclear de los setenta, que llevaba el nombre de Lenin y estaba tan mal mantenida como todo en el imperio soviético, no resistió unas pruebas rutinarias, probablemente a causa de un fallo en su diseño original, unido a una combinación de negligencias. El núcleo se fundió y la peor nube radiactiva de la historia del Viejo Continente se elevó sobre la localidad de Chernóbil y comenzó a extenderse. Los técnicos ucranianos suplicaron a las autoridades soviéticas que se diera la voz de alarma internacional, pero ésta sólo llegó dos días más tarde, cuando la radiación se había detectado incluso en Suecia y la opinión pública mundial ya sabía que se estaba evacuando a unas cien mil personas de la zona cero. Finalmente serían más de trescientas mil, y las estimaciones sobre las víctimas mortales van de las nueve mil de la Organización Mundial de la Salud a las sesenta mil de algunos estudios independientes. Los países vecinos hicieron lo que pudieron, que no es mucho porque a la radiación no se le pueden cerrar las fronteras. Lo principal fue distribuir yodo. Hay toda una generación de rumanos que aún recuerda con horror aquellos días de 1986 en los que sus padres, con el miedo dibujado en sus rostros, les hicieron tragar esas pastillas. Las súplicas de sus mentes eran casi audibles, y lo sucedido se añadió a la larga lista de agravios rusos cuya contabilidad lleva siempre al día la sociedad rumana, como la polaca, las bálticas o, cómo no, la ucraniana.

La semana pasada se añadió en Rumanía un renglón a esa negra factura histórica cuando las autoridades de Bucarest, en vista de la situación del país vecino, llamaron a la población a acercarse a alguna de las dos mil quinientas farmacias habilitadas en todo el país para suministrar gratuitamente a todos los ciudadanos, una vez más… pastillas de yodo. El escalofrío que recorrió el espinazo del rumano medio, al resucitar de golpe los fantasmas de su infancia, llegó una vez más del Nordeste, de más allá de Ucrania, de esa Rusia despiadada que ocupó por unas semanas Chernóbil al comienzo de la salvaje invasión iniciada el 24 de febrero, y que ahora ha puesto en serio riesgo al país agredido y a todos su vecinos al atacar la central nuclear de Zaporiyia. Putin y su régimen de la zeta, esa siniestra mitad de esvástica, no se detienen ante nada ni ante nadie, y sólo pararán cuando se les obligue. Muy grave debe de ser la información de la que disponga la inteligencia occidental para que Rumanía, ya escaldada por aquel episodio nunca olvidado, haya decidido dotar a cada hogar de unas tabletas de yodo. Las instrucciones emitidas por las autoridades indican quién puede o no tomarlas, hasta qué edad, etcétera, y sobre todo aclaran que de momento no hay que recurrir a ellas, pero sí tenerlas a mano por si ocurre lo que ya parece un riesgo altamente probable: la llegada al país de niveles nocivos de radiación procedentes de la Ucrania invadida. Pero la realidad puede ser aún peor. Tanta anticipación y prevención no es habitual en el gobierno rumano, por lo que se especula con que Bucarest sepa, o al menos intuya, algo mucho más grave. El régimen de Putin, que se está desangrando en dinero y en hombres hasta el punto de recurrir a campañas desesperadas de reclutamiento con promesas imposibles y siempre incumplidas, o a aceptar la ayuda de “voluntarios” norcoreanos, podría estar acariciando medidas extremas para adelantar varias casillas en el tablero de este juego macabro. No parece probable que vaya a lanzar una bomba atómica sobre Ucrania, hecho que Occidente consideraría, por sus implicaciones obvias, un ataque directo y una declaración de guerra. Pero sí puede haber seducido al generalato ruso la idea de aplastar a Ucrania liberando material radiactivo letal y haciéndolo pasar por un accidente en Zaporiyia o en otro lugar, e incluso culpando a Ucrania o camuflándolo en una acción de falsa bandera. Obviamente, al Kremlin no le importaría sacrificar a varios miles más de sus propios soldados, si con ello cree posible finalizar la guerra con una victoria, aunque fuera pírrica por el estado en el que quedaría el país conquistado.

La locura desatada en el establishment ruso responde a la impotencia total y absoluta de convertirse nuevamente en un poderoso imperio que rivalice con Occidente. Hundida la economía, desbaratado el chantaje energético y desenmascarado su ya estéril hackeo político en Occidente, el putinismo queda reducido a una Rusia aislada. El nacionalismo más delirante, televisado a todas horas, es la ideología con la que intenta cohesionar a la sociedad para que siga acompañándole en su huida hacia adelante. Sabe Putin que si pierde esta guerra perderá el poder. Y tiene prisa por ganarla, quizá por motivos médicos. La solución rápida, una acción nuclear de algún tipo, debe de estar cobrando fuerza. Y los rumanos, como no son tontos y conocen bien al enemigo, reparten yodo.

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