Opinión

El peligro de la “democracia iliberal”

Los politólogos llaman “democracia liberal” al sistema de gobernanza estándar en Europa y en los países más desarrollados. Este sistema incorpora con justicia el adjetivo “liberal”, porque a fin de cuentas emana directamente del modelo surgido de la Ilustración y de las mejores enseñanzas de las revoluciones francesa y, sobre todo, americana. Es decir, la democracia así entendida es simplemente la articulación práctica del liberalismo político. El adjetivo sirve para restringir y contextualizar el sustantivo. Sin él, la democracia tan sólo sería una turba populista que ejecutaría sin rechistar la tiranía de las masas. La democracia es “liberal”, su alcance queda limitado por principios superiores a la voluntad mayoritaria. El discrepante, el heterodoxo y las minorías de todo tipo están a salvo en este paradigma porque la voluntad democrática de las masas tiene corsés. Pero esto disgusta a los populistas de izquierdas y de derechas, que no aprecian a las minorías ni a la “menor minoría” que, como nos enseña Ayn Rand, es el individuo. Para ellos, todo el juego de pactos y transacciones entre mayorías y minorías, propio de las democracias sofisticadas, es un casino donde todo se vende y se compra y donde, al final, no se hace la voluntad del “pueblo nacional” (derecha) o de la “clase trabajadora” (izquierda), es decir, no se hace la voluntad de la mayoría, a la que creen legitimada para someter a minorías e individuos.

De hecho, ambos populismos suelen considerar más pura o legítima una gobernanza menos deliberativa o incluso menos consentida, pero más acorde a la esencia, cultura y valores de la mayoría (tal como ellos la perciben y la quieren esculpir). Quieren una (pseudo) democracia tutelada por una élite política, religiosa o judicial, e incluso mediante la restricción ideológica del sistema de partidos. Se autoperciben como los representantes de esa mayoría idealizada, encargados de pulir a los distintos. Su afán es disolver las bolsas de diferenciación. Tienen un concepto claro y estrecho del mito nacional y están seguros de saber con exactitud cómo debe ser la cultura, cuáles los valores predominantes, qué expresiones artísticas deben prevalecer y cuál es el dios deben auténtico. Están dispuestos a hacer que la sociedad cumpla con el mito, empleando para ello la coerción estatal. Su ingeniería social (casi taxidermia social) no se detiene ante los corsés de la democracia liberal, ante los “checks and balances”, ante la separación de poderes ni ante las fronteras del espacio privado de cada individuo. Todo eso les sobra y les molesta y por eso proponen un cambio del marco en su conjunto.

Este es, claramente el caso de Viktor Orbán y del resto de la nueva derecha radical europea nacionalpopulista. Por eso, ya desde el famoso discurso de Orbán en 2014, los ideólogos de este espacio político denominan “democracia iliberal” a su propuesta de régimen político alternativo. No es una etiqueta casual, tiene todo el sentido. Quieren una (supuesta) democracia que rompa con su origen “liberal” y sea en cambio decididamente “iliberal”, desembarazándose de ataduras como la independencia judicial, la separación iglesia-Estado, la protección de las minorías o las libertades civiles. La llaman democracia, además de por motivos de marketing, porque creen realmente que es un marco más legítimo en tanto que más popular, y, de esa manera, más “democrático”: un sistema que extiende el principio mayoritario (un mero mecanismo de decisión) nada menos que a la configuración y reconfiguración constante de toda la sociedad, mediante el rol conductor del Estado, que debe moldearla cuidadosamente para que responda al mito nacional-confesional “correcto”. Ven como una amenaza para ello la pluralidad moderna de rasgos etnoculturales, la transnacionalidad de las influencias en materia de cultura y valores, la pujanza de algunas lenguas, el carácter cosmopolita de nuestra civilización tecnológica de hoy, el secularismo, la evolución de los roles sociales en estas últimas siete décadas, o la equiparación social de tipologías de individuos antes sometidas por la cultura imperante y por las leyes.

Ahora, por ejemplo, Viktor Orbán va a realizar un referéndum en el que -con un subterfugio en la redacción-, propondrá a los húngaros el repudio social a las personas LGBTI. Eso sólo se diferencia de las leyes nacionalsocialistas de Núremberg en la minoría agredida y en el método, que es más actual y pacífico: un plebiscito. Pero es pura “democracia iliberal”, sí, porque ni siquiera el 99,9% de la población de un lugar puede, en una “democracia liberal”, someter al otro 0,1% de personas diferentes. Sí se puede cometer esa salvajada en esa mal llamada “democracia iliberal”, en el marco liberticida de estos nuevos colectivistas de la derecha radical emergente. Si lo logran, estarán deshaciendo el legado de tres siglos de liberalismo político para cercenar la libertad personal. No buscan superar el Estado convencional sino reforzarlo; no quieren generar concordia en las sociedades plurales y complejas de nuestros días, sino homogeneizarlas a la fuerza retrocediendo en las conquistas históricas del individualismo.

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