Opinión

Pompa y circunstancia

JOSÉ PAZ
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Hay un anciano en Londres que va a cumplir setenta y cuatro años de aquí a un par de meses. Parece una broma pero no lo es: ese anciano acaba de asumir un puesto político. Resulta que llevaban preparándole para ello desde antes incluso de que naciera, allá por 1948. La edad de jubilación en el sistema británico de pensiones es la de sesenta y seis años, ocho menos de los que va a tener este señor en noviembre. Nadie le ha elegido para el cargo que ostenta, porque resulta que el acceso al cargo depende únicamente de ser hijo de quien lo desempeñó antes que él y hasta su misma muerte, acaecida a la friolera de noventa y seis años. Pero hay más. En esa extraña gerontocracia no basta ser hijo, y de hecho hay tres hijos más, dos varones y una mujer, que cumplen esa misma condición. Resulta que sólo vale el que haya nacido primero de esos cuatro aunque puedan ser mejores los otros, y sólo si el primero se hubiera muerto antes de tiempo y sin hijos se podría escoger a uno de ellos. Y en ese caso, se habría optado por los hermanos varones y no por la hermana, aunque cumpla la condición de haber nacido antes e incluso si hubiera estado más cualificada. Toda una pesadilla en selección de personal. Pues bien, resulta también que la persistencia de todo esto, en una de las grandes potencias europeas y ya en la tercera década del siglo XXI, se nos vende como normal. De hecho, las televisiones de todo el mundo no paran de conectarse a la BBC para ofrecernos los vistosos y alambicados ritos de lo que, a un observador despistado, le parecería sin lugar a dudas el rodaje de alguna superproducción cinematográfica de época. Los países que olvidan su historia están condenados a repetirla, sí, pero los que se regodean en ella con nostalgia, añorando tiempos de mayor gloria y aferrándose a las tradiciones como a un clavo ardiendo frente al mundo moderno de corte liberal, están condenados a ir siempre a la zaga de la evolución cultural de la humanidad.

Gran Bretaña es de hecho una moderna república europea gobernada por una señora llamada Liz Truss, que es quien tiene la legitimidad política al ser respaldada como primera ministra por la mayoría de la Cámara de los Comunes, elegidos de forma directa por los gobernados. Lo mismo podemos decir de Dinamarca, España o los Países Bajos. Que esas repúblicas hayan decidido no nombrar un presidente ceremonial (como los de Alemania o Italia), ni elegir en las urnas esa figura dotándola de poder (como en Francia) o sin él (como en Portugal), y hayan optado en cambio por perpetuar en esa función meramente simbólica a los descendientes de los antiguos reyes… es un capricho anacrónico que contenta a los conservadores, encoleriza a los izquierdistas y desagrada a los liberales. Si los liberales aguantan esa piedra en el zapato, incómoda pero asumible, es por evitar un proceso constituyente de imprevisibles consecuencias, no por agrado. Fue el primer liberalismo, enraizado en la Ilustración, el que acabó con la monarquía en nuestro continente, dejándola como cosa atrasada y bárbara, propia de sociedades menos libres y menos evolucionadas en su gobernanza política, y así sigue siendo: Marruecos, Arabia Saudí, Brunéi, Thailandia... En unos países europeos, el liberalismo terminó con la obsoleta monarquía por medio de la guillotina. En otros, mediante una transición más civilizada que fue vaciándola de contenidos hasta llegar a ser el cascarón hueco que, sorprendentemente, persiste aún. Ese fue el caso británico, el primero de todos. Sin la parlamentarización del poder en Gran Bretaña, los demás países europeos habrían seguido la estela de la Francia revolucionaria, con sus luces y sus sombras. La coexistencia en Inglaterra de la monarquía con un grado creciente de libertad política operó, en cambio, como un ejemplo al que se acogieron poco a poco otros reinos del Viejo Continente. La amplia familia de los liberales, incluidos los que abrazamos su evolución libertaria, se caracteriza por el deseo de un Estado tan reducido y limitado como sea posible, soñando incluso con su total superación algún día. La monarquía, aun sin poder efectivo, simboliza exactamente lo opuesto. Si a algún liberal o libertario le seduce toda la parafernalia litúrgica de las coronaciones, las bodas reales o el tratamiento servil que aún se da a reyes y príncipes en el protocolo oficial, incurre en una contradicción plena. 

Nadie ha expresado en las artes la ensoñación monárquica como el compositor británico Edward Elgar, cuyas Marchas de Pompa y Circunstancia son ingrediente obligado en las ceremonias de la corona inglesa. A la primera marcha pronto le pusieron letra: “tierra de esperanza y gloria”. En un verso dice “tu imperio será fuerte”. Apenas queda imperio, y los países de la Commonwealth se van desprendiendo de la monarquía. El siguiente, Jamaica, ya está a punto de hacerlo. El mundo mira a Carlos Mountbatten-Windsor con una mezcla de fascinación y rechazo, de respeto e ironía, negando con la cabeza en silencio ante la trasnochada exaltación del augusto anciano.

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