Opinión

Realismo mágico en el Perú de Castillo

Cuesta mucho al español actual comprender de verdad América Latina. Cree entenderla cuando aún está en España, pero luego viaja allí, la recorre, y cada vez la comprende menos. Y en algún momento, algún otro español más veterano en esas tierras le aprieta el hombro con una media sonrisa y le dice “ay, amigo, el idioma engaña”. Y sí, uno reconoce que, en efecto, el idioma engaña, y esa frase ya estará siempre presente en su cabeza cuando le toque considerar las cosas y sucesos de aquella orilla. El idioma nos permite entender lo que expresan ellos, pero eso es todo. Con un buen traductor, podríamos tener igual grado de comprensión en Oslo, Atenas o Dublín y nos sorprendería averiguar que, en muchos aspectos, estaríamos más “en casa” en esos lugares que en los países con los que compartimos idioma. Y, por supuesto, en muchos otros aspectos, no. Tendemos los españoles a pensar que España y América Latina no se habrán podido distanciar mucho en apenas dos siglos, pero ignoramos que las sociedades resultantes de la colonización, ni fueron un calco de la peninsular, ni permanecieron estáticas y ajenas a toda evolución propia antes de independizarse. 

De hecho, uno de los factores que precipitan la voluntad independentista es la sensación profunda que a partir del siglo XVIII van teniendo los criollos de ser ya “otra cosa”, una cosa distinta de España. América Latina y España son primos, hoy quizá de segundo grado, con todas las similitudes que ese parentesco entraña pero también con las diferencias. Ambos somos rehenes y albaceas de la historia que compartimos hasta que se independizaron. Heredamos juntos lo bueno y lo malo de esa historia, pero ambos tuvimos herencias adicionales no compartidas. La zona de intersección de nuestros legados es amplia, pero dista mucho de ser total. El escritor cubano exiliado Carlos Alberto Montaner, sin duda un grande entre los más grandes, es el autor de “Las raíces torcidas de América Latina”, un libro imprescindible para esta dificilísima tarea de comprender el subcontinente latinoamericano. Esas raíces torcidas son, en gran medida, españolas, y por ello el autor se remonta a mucho antes de la colonización, para trazar los rasgos culturales de la sociedad que se intentará replicar después al otro lado del Atlántico. Se fija Montaner en raíces tan torcidas como lo fueron el desprecio al trabajo físico y al lucro legítimo, la aversión al emprendimiento, los excesos de la jerarquización social inmovilista, el machismo, el poder terrenal de un clero represor de la innovación, la desconfianza frente a las ciencias o la relación de amor-odio que todo buen latinoamericano mantiene con lo extranjero.

Si un español desea comprender América Latina (y, sobre todo, comprender que no comprende América Latina), sólo tiene que bucear en el realismo mágico, ese movimiento literario cuyas palabras y frases comprendemos cabalmente los españoles, están en nuestra misma lengua, pero cuya esencia se nos puede resistir tanto como si hubiéramos leído una novela equivalente traducida de cualquier otra cultura contemporánea. El realismo mágico, tan en boga el siglo pasado, no ha concluido: sólo ha saltado de la literatura al circo político, y el último episodio fascinante nos lo brindó Perú la semana pasada.

Las dos novelas alternativas del caso Castillo discurren por líneas temporales paralelas. En la primera, el profesor del sombrero se vio acorralado por las pruebas de corrupción y, justo cuando el parlamento lo iba a destituir legalmente, intentó a la desesperada un autogolpe (otro más en el país andino) que no le salió porque no le apoyó ni su mayordomo. En la segunda novela, a Castillo le indujeron a creer que sí tenía apoyos, e incluso le suministraron drogas inhibidoras de la voluntad para que leyera, con mano temblorosa pero voz firme, un pronunciamiento digno del Tirano Banderas de Valle-Inclán o de alguna de las excelsas parodias que hicieron los genios argentinos de Les Luthiers sobre los dictadorzuelos de la región. La primera novela es mucho más verosímil pero a esta segunda se irán adhiriendo ahora los radicales de izquierda, como lo harían los radicales de derecha si el color político de Castillo hubiera sido el opuesto. En esa región de extremos, estragos e histriones no es la razón la que establece un marco ideológico, pues todo es meramente… ¿emocional? No, no lo elevemos: es visceral. Una de las raíces torcidas del subcontinente no procede de España sino de la fascinación criolla por la Francia revolucionaria y por los primeros pasos de los Estados Unidos: el establecimiento de presidencias reforzadísimas y sobrelegitimadas, monárquicas hasta lo imperial. Se copió esas presidencias pero no se introdujeron los mecanismos de contrapeso que Estados Unidos sí supo darse. Perú, felizmente, es uno de los pocos países de la zona donde esos contrapesos son un poco más robustos, y eso le salvó la semana pasada, por los pelos, de escribir un nuevo clásico del realismo mágico-político latinoamericano.

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