Opinión

Rusia pierde otro icono

Los iconos de madera policromada son una representación artística particularmente presente en los países de mayoría ortodoxa, y especialmente en Rusia. De la veneración que los ortodoxos profesan a esas tallas religiosas parte el uso profano de la palabra “icono” en el lenguaje común, que se ha extendido a través de idiomas y culturas. Fuera de la religión, en la vida civil, estamos expuestos a todo tipo de iconos, y la caída del Muro de Berlín fue sin duda uno de los más poderosos de nuestro tiempo, en noviembre de 1989. Poco después cayó también la Unión Soviética porque, no lo olvidemos, el Occidente liberal-capitalista ganó la Guerra Fría. El comunismo implosionó porque es económicamente inviable y socialmente alienador. Y el cambio político trajo consigo muchos iconos, ya desde los años anteriores. ¿Se acuerdan, por ejemplo, de Mathias Rust, aquel joven alemán que logró aterrizar su modesta avioneta en plena Plaza Roja de Moscú para protestar por la represión política? ¿O de Reagan diciéndole al último zar rojo, ese mismo año, “señor Gorbachov, derribe este muro” en la capital dividida de Alemania? Ese mandatario seguía en el Kremlin el 31 de enero de 1990, cuando el fin del comunismo produjo inesperadamente un nuevo icono, quizá el más reconocible y recordado. Más de treinta mil personas se dieron cita en la plaza Pushkin e hicieron cola durante muchas horas, en el gélido Moscú invernal, para comer en el primer McDonald’s que se abrió en Rusia. Más de veintisiete mil rusos habían participado en el proceso de selección de la multinacional estadounidense, que empleó inicialmente a seiscientas personas. La cantidad de comensales excedió todos los récords de una inauguración de esta cadena de hamburgueserías. Los moscovitas y los centenares de personas llegadas de otras ciudades no querían una hamburguesa. Querían expresarse. Querían decirle a Gorbachov que pisara de una vez el acelerador, que la “perestroika” y la “glasnost” iban muy lentas, que ya no soportaban más el régimen de partido único y planificación central de la economía. Que querían normalizar su país, y vivir como vivían los habitantes de cualquier otro país europeo. La fuerza de aquel icono, la “M” de McDonald’s en la capital rusa, fue enorme. Por cierto, es lamentable escuchar a Buxadé y a otros líderes de Vox cargar contra esa empresa por extranjera. Para que vean cuánto se tocan los extremos. 

Treinta y dos años después, los últimos estertores del régimen que ha impedido la soñada normalización de Rusia están produciendo abundantes iconos. En los últimos años, el exilio de una gloria nacional como el campeón mundial de ajedrez Garry Kasparov ha sido uno de ellos. Otro icono del putinismo tardío es el famosísimo veneno Novichok, que con tanta generosidad se administra a periodistas y disidentes políticos. Y desde la salvaje invasión de Ucrania el pasado 24 de febrero se está multiplicando la iconografía totalitaria del régimen. Ha sido un icono la veterana del sitio de Leningrado Yelena Osipova, arrestada y zarandeada por la policía en marzo, a sus ochenta años, por manifestarse en su ciudad, la actual San Petersburgo, contra la “operación militar especial”. Otro icono ha sido la periodista Marina Ovsianikova, al irrumpir en pleno telediario con un cartel contra el régimen y su guerra de exterminio en Ucrania. Otro es la temible “Z”, el icono bélico de este Putin viejo y enfermo, que se pinta hasta en los tanques y hasta en algunos misiles lanzados contra la maternidad de Mariúpol, acompañado de la siniestra dedicatoria “para los niños”. Pero el icono por excelencia de esta fase nueva y terminal del putinismo, y del repudio mundial que provoca, es la salida de infinitas empresas occidentales, entre ellas McDonald’s. El comunista Gorbachov autorizó la icónica apertura de 1990, y con Putin se ha marchado. Este domingo, uno de los oligarcas más conocidos, Alexander Govor, beneficiario de la reasignación, ha inaugurado la nueva marca con los mismos restaurantes, con un logo que recuerda al anterior pero con un nombre nuevo: “Delicioso y punto”. ¿Suena arrogante? Pues como todo en la Rusia de Putin. Esta vez no ha habido decenas de miles de personas expectantes, sólo una operación televisiva más de un régimen desesperado por ganar la batalla de la comunicación y de la iconografía. Los rusos de hoy, cuando votan con los pies, no es para visitar un restaurante sino, directamente, para marcharse del país y vivir en libertad. Un último icono: el arresto generalizado de manifestantes, primero con carteles de protesta, después con carteles en blanco y ahora con las manos haciendo como que sujetan un cartel. “Carteles invisibles con eslóganes antigubernamentales”, según los atestados. Sí, el régimen es tan innovador que ha inventado el icono invisible.

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