Opinión

La tiranía mayoritaria

Se entiende mal el papel de las mayorías en una sociedad democrática. En los sistemas convencionales de democracia liberal, hoy predominantes en los países desarrollados de raíz occidental, la mayoría no es un dios todopoderoso. Este sistema se basa precisamente en la contraposición de poderes para alcanzar equilibrios beneficiosos. Son los famosos “checks and balances” instaurados por vez primera en el grandioso experimento que fue la Norteamérica liberada del yugo colonial en 1776. Pero se suele hablar del equilibrio entre los tres poderes del Estado, o del que se da entre la información gubernamental y el “cuarto poder”, ignorando en cambio el principal equilibrio: mayoría-minorías-individuo. Sin este equilibrio, la democracia no sería más que una tiranía de las masas o, en realidad, de la élite que en cada lugar y momento haya conseguido seducir a esas masas. Esto es esencial, y a la democracia que no articule ese equilibrio no se la podrá considerar “liberal” sino, precisamente, “iliberal”. El término “democracia iliberal”, ampliado después a “Estado iliberal”, ha hecho fortuna porque explica muy bien de lo que se trata. No se nos podrá acusar a los libertarios ni a los liberales clásicos de haberlo acuñado, porque fue precisamente el primer ministro húngaro Viktor Orbán quien lo empezó a utilizar asiduamente hace casi una década. 

Al adjetivar así el sistema que desean instaurar, Orbán y los demás proponentes de esta “democracia iliberal”, concepto que causa furor en la “nueva” derecha nacionalpopulista, no son particularmente innovadores: apenas continúan la tradición de añadir a la idea de “democracia” un apelativo que la desactive. En la extrema izquierda, el binomio resultante más conocido es el de “democracia popular” que incluso se inscribió en los nombres oficiales de muchas repúblicas y persiste en la de Corea del Norte. En la extrema derecha, cabe recordar por ejemplo la “democracia orgánica” que el régimen franquista esgrimió a partir de 1966. Esta estrategia adjetivadora es burda pero eficaz porque, para sus creyentes, la democracia matizada por el adjetivo es más pura y real que la convencional. Lo creen así porque entienden mejor cumplida la voluntad de la mayoría, y consideran que una verdadera democracia tiene que ser simplemente eso, el cumplimiento de lo que quiera la mayoría. Llegan a afirmar que ese es su significado etimológico, pero “demos” no significa mayoría, sino sociedad o pueblo, y éste se compone de personas, las cuales conforman espontáneamente agrupaciones de toda índole, frecuentemente con ideas e intereses contrapuestos, y habrá visiones que comparta una mayoría más o menos amplia de la población, pero otras no. La democracia “iliberal”, “orgánica” o “popular” es un engaño intencionado que perpetran las élites de los movimientos populistas de izquierda o de derecha, porque consiste en identificar al conjunto de la sociedad con la mayoría que dicen representar, pero cuyas características y opiniones ellos no se limitan a identificar, sino que las esculpen cuidadosamente. Utilizarán siempre aquello que más les sirva de los mitos históricos, de las creencias más extendidas y de las tradiciones de cada país, y el propósito será siempre establecer un modelo idealizado de sociedad que responda a su visión ideológica, religiosa y cultural. Subordinarán a ese fin la libertad de los individuos y de los grupos y minorías, y también la libertad económica general. 

Hoy muchos nacionalpopulistas, que ya conforman una temible legión en varias sociedades europeas y avanzan en España de la mano de Vox, creen de verdad ser “más demócratas” que el resto de fuerzas políticas. Lo creen porque, a su juicio, representan más fielmente a la mayoría, y ven esa democracia “iliberal” como un avance frente a la convencional, que les parece defectuosa por estar, dicen, a merced de las minorías y por situar los derechos y libertades del individuo por encima de los designios mayoritarios. Desconfían del individuo y de las minorías, ya sean etnoculturales, religiosas, sexuales o políticas. Quieren una sociedad homogénea en torno a los valores mayoritarios y tradicionales, y se toman como una afrenta la misma existencia de individuos discrepantes y de grupos minoritarios diferentes. 

Cuando los politólogos adjetivan de “liberal” a la democracia estándar lo hacen para poner el acento en su rasgo esencial, que es el pluralismo de la sociedad en todas sus facetas. Ese pluralismo es lo que odian los nacionalpopulistas, prestos a escoger alguna minoría como “enemigo interior” que les sirva para generar odio y unir al resto de la población en torno a su movimiento para llevarlo al poder o afianzarlo en él. Es lo que hicieron los bolcheviques con la clase media, los jemeres rojos con la gente de ciudad o los nacionalsocialistas con los judíos. Hoy los nacionalpopulistas se decantan por los inmigrantes y por las minorías sexuales. En palabras de Ayn Rand, los derechos son un mecanismo de protección de las minorías frente a la mayoría, y la “menor minoría” es el individuo. En la democracia “iliberal” no se respeta esos derechos. Prevalece la turba cegada y conducida por las élites populistas.

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