Opinión

Trump tiene que pagar

No es atenuante haber sacado una grabación cuando la turba instigada ya llevaba hora y pico allanando el Capitolio, provocando destrozos, lesiones y muertes, y humillando a los representantes de la ciudadanía. No es atenuante haber salido en los televisores, ¡treinta horas después!, para condenar por fin el acto de terrorismo cometido por los suyos, alentados por él.

Sí, él los alentó en su arenga de la mañana del 6 de enero, una fecha que pasará a la Historia con una calificación peor que la de Pearl Harbor o el 11-S, porque en aquellas ocasiones el enemigo fue externo, pero el pasado jueves fueron estadounidenses quienes atacaron la sede de la república libre de Franklin y Jefferson. ¿Y estos son los patriotas? No, esto es el nacionalpopulismo. En Europa lo conocemos bien. En España lo tenemos de nuevo a las puertas, con medio centenar de escaños. Fue gracias a los Estados Unidos que la mayor parte de Europa pudo sacudírselo de encima en 1945. Es muy triste ver en el despacho oval a alguien que lo encarna y lo impulsa. Es un insulto a la memoria de los diez mil soldados americanos enterrados en el cementerio de Omaha Beach, en Normandía.

Lo sucedido en el Capitolio es el colofón de una década de infiltración de la ultraderecha en la derecha. El movimiento Tea Party, así llamado por el motín del té contra el colonialismo británico, que desencandenó la independencia americana, pronto fue usurpado y distorsionado por los nacionalpopulistas. Mediante canales de comunicación como 4Chan articularon un movimiento más amplio, la llamada "derecha alternativa" o Alt-Right, simbolizada por su mascota omnipresente, la rana Pepe, y por un icono tan espeluznante como la gorra de Pinochet con hélices de helicóptero, en recuerdo orgulloso de los vuelos del ejército chileno para lanzar opositores a una muerte segura en el mar. La Alt-Right prendió como la pólvora entre la clase media-baja de escasos recursos, en ciudades pequeñas de la América más atrasada. Logró conjurar las voluntades, por ejemplo, de muchos blancos asustados por la pérdida de estatus comparativo. El fenómeno Alt-Right fue aprovechado y agrandado por los factotums de la política ultraconservadora, como Steve Bannon. Trump es un producto de sí mismo, pero también de Bannon, que trajo los fondos y la capilaridad social de los sectores hiperreligiosos. Y entonces llegó Rusia e hizo el resto aupando a Trump. La jugada le ha salido redonda hasta el final.

El asalto al Capitolio es el cénit de todo un proceso que ha llevado casi una década. Un proceso de paulatina degeneración de la derecha normal. Un proceso de vulgarización del discurso conservador, incorporando grandes dosis de nacionalismo y de conspiracionismo. Su expresión más reciente es Q-Anon, la red que habla de un hechizo sataánico al parlamento, y de tráfico y sacrificio de niños por parte de diputados y estrellas de Hollywood. La ultraderecha no ha cambiado mucho desde que sacó los Protocolos de los Sabios de Sion hace más de un siglo, con las consecuencias que todos conocemos.

Trump debe pagar por lo ocurrido. Debe pagarlo muy caro. La alcaldesa de Washington llevaba días pidiendo el despliegue de la Guardia Nacional, y Trump no firmó. Cuando se reanudó la sesión se supo que Pence, una vez a salvo, pactó con los líderes de ambos partidos en ambas cámaras, con la aprobación del secretario (ministro) de Defensa, ordenar el despliegue saltándose la negativa de Trump. La versión del presidente, en su vídeo de treinta horas más tarde, es que él dio la orden, pero incluso él mismo reconoce haberlo hecho después, con el Capitolio ya tomado por su gente, esa gente a la que siguió dedicando cariños mientras les decía con la boca pequeña que se marcharan a casa. "We love you", les repetía en el vídeo emitido durante el asalto, usando el plural mayestático acorde con su personalidad imperial. ¿Los había tomado por una simple pandilla de simpáticos gamberretes hiperventilados? Es improbable que no se imaginara lo que iba a pasar. Es necio, pero no tanto. Alentó lo sucedido, calló mientras sucedía, habló a medias cuando el mundo se lo exigió, y sólo condenó lo ocurrido cuando no le quedó más remedio, al borde de la destitución. Y aún se permitió, en ese segundo vídeo, decirles a los asaltantes, con gesto grave, que van a pagar, cuando el que más tiene que pagar es él por haberles azuzado. Su cinismo no tiene límites.

Lo normal sería que el vicepresidente Pence, con la mayoría de ministros, le destituyera en virtud de la Vigesimoquinta Enmienda. Al escribir estas líneas, aún es posible, aunque improbable, que eso suceda. Muchos republicanos preferirán no hacerlo por compasión, por complicidad intelectual o por pragmatismo, al quedar ya sólo unos días y al haber indicado Trump que no va a volver a liarla. Se equivocan, porque los republicanos son los más perjudicados por Trump y necesitan con urgencia desprenderse de su herencia tóxica, purgar sus bases y cortar de raíz lo que durante demasiados años permitieron. El trumpismo debe morir el 20 de enero, y el partido de Lincoln, de Reagan, de Bush padre, debe salir del fango en el que Trump lo ha sumido. Y para ello, Trump tiene que pagar.

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