Opinión

El tsunami moralista

Tras la reversión del statu quo en materia de aborto por la sentencia del Tribunal Supremo estadounidense, cuya composición es un legado evidentísimo de Donald Trump, cabe preguntarse cuáles van a ser los siguientes pasos de la Alt-Right en su delirante cruzada mística por la restauración de la América de hace siete u ocho décadas. Y cabe temer por el efecto que ello vaya a provocar en Europa y en España. La sentencia en sí misma no estuvo mal porque devolvió el poder en esta cuestión a los estados, quebrando así la tendencia a la homogeneización legal desde el poder central de Washington. Lo malo es que hay una gran cantidad de estados, sobre todo en la zona meridional y en el llamado Mid-West, que parecen haber sucumbido por completo a la seducción trumpista en las cuestiones morales. En algunos de ellos ya se prepara la cadena perpetua por abortar, así como la persecución a las mujeres que aborten incluso en otro estado. Este nivel de ensañamiento tras unas décadas en las que la anterior sentencia impedía a esos estados de mayoría moralista legislar contra la libertad individual, puede desembocar en auténticas locuras, y el tsunami puede cruzar el Atlántico porque ahí tenemos a Polonia, a Hungría, a Le Pen o a Vox para facilitarlo.

Así pues, ¿qué va a ser lo siguiente? Se rumorea con insistencia que ahora irán contra la eutanasia, los anticonceptivos o el matrimonio entre las personas del mismo sexo. Si nos enfocamos en concreto en la soberanía sobre el cuerpo, más allá del caso especial del aborto, no existe un solo argumento racional que justifique retroceder a épocas de menor independencia individual. Aunque algunos países legislen en esa línea, en puridad el Estado no tiene derecho, por ejemplo, a forzar a una persona a tener hijos ni a no tenerlos, ni tampoco a inducir esa decisión por medios fiscales (caso húngaro). Por la misma lógica, el Estado no puede impedir a una mujer gestar para terceros, con o sin compensación (ni podría tampoco forzar a alguien a hacerlo).

El Estado no es dueño de nuestra sangre, esperma, óvulos u otros productos del cuerpo, ni de nuestros órganos y tejidos, y se sigue obviamente que ni puede extraerlos contra nuestra voluntad, ni siquiera para salvar a alguien, ni impedir que nosotros los entreguemos voluntariamente, ya sea gratis o con alguna contrapartida. Por eso mismo es contrario a toda ética la actual colectivización de los depósitos de material umbilical y el impedimiento de la preservación del material propio de nuestros hijos, individualizado, así como las trabas que países como España ponen a los intentos de criopreservación tras la muerte. El Estado no puede (o no debería poder) forzar a alguien a seguir con vida, ni por el contrario impedir su tratamiento provocando su fallecimiento, pues son decisiones personalísimas del paciente. De igual manera, no puede forzar la alimentación de los huelguistas de hambre que se nieguen a ello. Y en este punto conviene aclarar que, de hecho, el Estado no puede obligarnos a ingerir alimentos ni a no ingerirlos, ni a inducir ni desalentar la ingesta de algunos, y por el mismo razonamiento no puede forzar ni impedir la toma de medicamentos ni de drogas de cualquier naturaleza (incluso las recreativas), y obviamente tampoco puede impedir la hormonación u otras medidas tendentes al cambio de sexo.

Los moralistas son especialmente beligerantes sobre el sexo, que les obsesiona. De la misma manera que el Estado no podría obligar a ejercer la prostitución (aunque lo ha hecho, por ejemplo, el Japón imperial de la Segunda Guerra Mundial), tampoco tiene derecho a impedir que una persona decida dedicarse a ese oficio. Se sigue de ello que tampoco puede prohibir la pornografía ni el modelaje, ni la publicidad seductora, etcétera. Y por supuesto, el Estado no es quien para perseguir las prácticas sexuales que no le gusten a los moralistas de turno o a la mayoría, o a la religión predominante.

El Estado, en buena lógica, no puede mutilar ni torturar ni aplicar castigos corporales ni, por lo mismo, ejecutar a alguien. Tampoco puede forzar a alguien a arriesgar su cuerpo mediante prácticas peligrosas como la instrucción militar obligatoria, ni a impedírselo (por ejemplo prohibiendo deportes extremos).

Todo esto (y mucho más) que el Estado no debería poder hacer se deriva de que el cuerpo es propiedad. De hecho es la principal propiedad de todo ser humano, y no pertenece al Estado. La jurisdicción sobre cuanto sucede en él es absoluta y exclusiva por parte del individuo (mente) que lo habita. Sería terrible para la libertad individual que el siguiente paso de los estatistas conservadores, que se han venido arriba, fuera revertir todo esto e imponer un modelo de control moral sobre las personas mediante la ingeniería social y el poder represivo de los Estados. Si eso sucede, los libertarios y los liberales clásicos deberán unirse a cuantos otros desene presentar unidos, contra la llamada “batalla cultural”, un frente activo por la ética individualista y la propiedad absoluta del cuerpo.

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