Opinión

La tutela del Tribunal Constitucional

En la democracia liberal occidental sólo hay tres poderes del Estado y se busca la plena independencia de cada uno de ellos. El poder ejecutivo debe ser libre de adoptar decisiones y ejecutarlas dentro de la ley. El judicial debe hacer cumplir las leyes, incluso la suprema, sin interpretarlas ideológicamente. El legislativo debe ser libre de establecer las normas. De haber un “primus inter pares”, correspondería ese privilegio al legislativo, pues es el único electo por los ciudadanos y depositario además de las funciones de nombramiento, control y cese del presidente del Gobierno y de su gabinete. Esta es la teoría. Pero en España, desde 1978, esa división y separación de poderes ha sido en la práctica muy débil, cuando no se ha visto pisoteada. Se puede argumentar que en gran parte del continente, en la fase actual de las democracias, se ha difuminado esa separación y no faltan injerencias ni presiones de unos poderes sobre otros. De acuerdo. Pero lo que no es normal ni aceptable, ni de recibo, es que además de esos tres poderes se haya habilitado en España un cuarto, el Tribunal Constitucional (TC), que campa por sus respetos y actúa con absoluta autonomía interfiriendo en los otros poderes. Y sin embargo, eso es lo que hemos tenido durante más de cuatro décadas. Nuestros “padres de la Constitución”, en su retiro del Parador de Gredos, se inventaron un TC con esteroides, un TC excesivamente poderoso, un TC que se imponía al edificio institucional español como un tapón por arriba, cuya misión sería ejercer sobre nuestra democracia una insidiosa tutela ideológica. El TC español, externo y ajeno al poder judicial (y esto hay que repetirlo una y mil veces: el TC no es parte del poder judicial) ha llegado a la adopción de decisiones tan insólitas en Derecho comparado como lo son adoptar cautelarísimas o echar abajo decisiones políticas de los ciudadanos, no ya a través de sus representantes, sino incluso aprobadas mediante referéndum legalmente convocado. Además, el dichoso tribunal se ha permitido jugar a capricho con los tiempos de resolución, desde cerca de una década cuando ha convenido a quienes están detrás del órgano, hasta apenas días u horas cuando esos mismos poderes discretos tenían mucha prisa.

Estamos ante un TC que ha operado, de facto, como una tercera cámara parlamentaria que enmendaba la plana una y otra vez a las demás. De nada servía que los ciudadanos hubieran elegido a tales o cuales representantes en Cortes Generales o en las asambleas autonómicas: ahí estaba siempre el TC para cambiar a posteriori lo que decidieran. El TC no se ha limitado a ejercer como guardián del texto constitucional, borrando aquellas normas nuevas que lo contradijeran, sino que se ha erigido en un poder adicional del Estado que, por la vía de la interpretación subjetiva de la Carta Magna, ha cogobernado de facto la democracia española enderezando a su criterio el timón. Mutatis mutandis, se ha asemejado nuestro TC más a órganos como el Consejo de Guardianes de la Revolución iraní que a los tribunales constitucionales realmente jurisdiccionales existentes en algunos otros países democráticos. Y para semejante rol omnicomprensivo y todopoderoso, ¿con qué legitimidad democrática ha contado durante estos cuarenta y tres años? Muy escasa, por no decir nula. La cacicada constante ha sido, década tras década, la designación política de sus integrantes, limitada además a los dos partidos mayoritarios. Tradicionalmente, la mayoría ideológica del TC corría paralela al color político del gobierno. La no correlación actual está en el origen de los excesos cometidos por el gobierno, y también de la reacción autoritaria del órgano de supuestas garantías, a instancias del bando opuesto. No se ha escogido a los miembros del TC por sorteo entre expertos, ni se han habilitado mecanismos que forzaran su independencia, ni se ha impuesto mayorías cualificadas a sus decisiones de alto impacto sobre las instituciones. Así, por seis votos frente a cinco y pese a la caducidad de mandato de algunos, presidente incluido, el TC se ha permitido esta semana suspender el proceso legislativo. Es inaudito en España y en toda Europa. Algunos miembros, votando en el sentido que lo han hecho, han salvado sus propios puestos y salarios. Puro atrincheramiento. Podía el TC haber esperado al BOE y deshacer entonces lo aprobado, pero la inquina entre bandos ha llevado a esta nueva osadía que pone en entredicho la inviolabilidad del legislativo, el único poder que escogemos de forma directa mediante nuestro voto. El precedente es terrible. Si el TC puede suspender el proceso legislativo, igual podría irrumpir en una sesión del Consejo de Ministros o en una vista del Supremo. Y estamos indefensos porque no hay instancia superior a la que acudir.

El TC español, sencillamente, debe desaparecer y el control de la constitucionalidad debe competer a la Justicia ordinaria, como en los Estados Unidos y otros muchos países, quizá culminando en una sala de lo constitucional del Supremo. Ya basta. Tutelas a nuestra democracia, a estas alturas, ninguna.

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