Opinión

No volveremos a Yalta

Durante la negociaciones previas a la invasión, el régimen ruso fue incluyendo cada vez más elementos en su carta de exigencias para no cometer la agresión. Destaca especialmente una pretensión que constituye un delirio inconcebible: el regreso a las “fronteras” entre bloques existentes, según Moscú, en el año 1997. Evidentemente, no era una exigencia a la pobre Ucrania, sino a Europa, a los Estados Unidos, a la OTAN, al conjunto de Occidente o quizá al mundo entero. Es el pataleo impotente pero peligrosísimo de una bestia moribunda, un imperio herido que no soporta lo que percibe como una tremenda injusticia: no ser ya una superpotencia mundial.

Cabe preguntarse por qué Putin habla de 1997, cuando en realidad se refiere a las líneas que Stalin trazó durante la conferencia celebrada en el palacio de los zares en Yalta, en la península ucraniana de Crimea. Era febrero de 1945 y, con Hitler casi vencido, la Unión Soviética se mostraba dispuesta a librar una confrontación más, esta vez con Occidente. Así, forzó a los Estados Unidos y a Gran Bretaña a aceptar la división del continente en dos bloques con sus respectivas “áreas de influencia”. Debemos remontarnos a esa conferencia para explicarnos por qué hubimos de librar una Guerra Fría, soportar una peligrosa carrera nuclear y condenar a más de cuatro décadas de comunismo a los países que quedaron al otro lado de esa línea, que después se conocería como Telón de Acero. Un Occidente exhausto tuvo que aceptar Yalta, y Yalta es lo que ahora quiere restaurar Putin.

Putin habla de 1997 porque hasta ese momento la composición de la Alianza Atlántica era más o menos la dispuesta en Yalta, y prefiere no nombrar directamente aquella conferencia porque sería reconocer que busca recuperar la hegemonía territorial soviética. Para Putin, la larga Guerra Fría no concluyó con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la subsiguiente implosión de la URSS en 1991, sino que se cerró en falso y debe reabrirse ahora para resituar los bloques en sus posiciones de entonces. Es, obviamente, una pretensión imperialista que no tenemos por qué concederle. Los países de Europa Oriental que se han ido incorporando a la OTAN, a la Unión Europea o a ambas entidades, lo han hecho voluntariamente y, en muchos casos, con urgencia por desprenderse, precisamente, de la insoportable influencia rusa. Se han unido a la UE, o esperan hacerlo, porque quieren integrarse en la economía capitalista globalizada, sabiendo mejor que nadie la penuria y el subdesarrollo a las que condena invariablemente el estatismo económico. Y se han unido a la OTAN, o esperan hacerlo, porque son conscientes de que la mayor amenaza exterior es la que representa precisamente Rusia. La invasión de Ucrania les ha dado la razón una vez más.

La élite del Kremlin ha asimilado las enseñanzas de Aleksandr Dugin, el filósofo de extrema derecha que ha recuperado el mito nacionalsocialista de Eurasia. Percibe a Rusia como el país llamado a conducir a todos los de su alrededor en Asia Central, en el Cáucaso y en el flanco oriental de Europa. Esos países están obligados, según esa teoría, a subordinarse comercial y militarmente a Rusia. El resultado ha sido la temible colección de dictaduras pobres que conforman hoy la Comunidad de Estados Independientes, entidad sucesora, de alguna manera, de la URSS.

A Rusia hay que quitarle de la cabeza esa idea, aunque hacerlo implique encararse de una vez con ella. No podemos volver a 1997 porque no podemos expulsar a estas alturas a ningún país del paraguas de seguridad y desarrollo que Occidente les brinda. Es más, debemos admitir bajo el mismo a cuantos países lo deseen, porque esa es la mayor garantía de paz y seguridad, además de corresponderse con la realidad de un mundo sin bloques ni “áreas de influencia”, donde el “mundo ruso” que invoca Lavrov se ha disuelto en el mundo global. No podemos volver a 1997 porque es Rusia la que tiene que incorporarse a 2022 y a la familia cultural que le corresponde, la europea, renunciando definitivamente a las veleidades de superpotencia que han empobrecido a su población y nos han llevado a la situación de mayor riesgo de conflagración mundial desde la Crisis de los Misiles. No podemos volver a 1997 porque sería, en realidad, volver a aquella conferencia en la que Stalin nos impuso su imperialismo de zar comunista. No lo aceptaremos de nuevo. No volveremos a Yalta. El anterior régimen ruso perdió la Guerra Fría y el actual está a punto de perderlo todo. Sólo cuatro países le apoyaron en la ONU. El Consejo de Europa le ha forzado a marcharse. El Tribunal Internacional de Justicia le ha ordenado salir de Ucrania. Las sanciones ya lo han puesto al borde de la quiebra. El “mundo ruso” es una quimera por la que Putin ha traspasado todas las líneas. Su régimen debe sustituirse por otro que normalice y desnazifique Rusia. Porque si no, en breve volveremos a estar igual.

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