Opinión

Cabeza de altos vuelos

Era un precioso Boeing-767. A bordo viajábamos cerca de trescientas almas. Volábamos a favor de la rotación de la tierra: en apenas seis horas veríamos ponerse el sol, pasar la noche y amanecer. Sesión continua. Alcanzado el nivel de crucero, sólo restaba echar un vistazo a los instrumentos, comprobar que la navegación era la correcta, el gasto de combustible el adecuado y que las estimadas a los puntos de notificación coincidían con el plan de vuelo. Yo iba de “extra crew”; el comandante sabía que había vivido en Venezuela y siempre que tenía un Caracas me invitaba. 

La noche de la llegada solíamos salir de marcha. Debido a la conversión horaria nos acostábamos a la hora del desayuno. Al día siguiente los llevaba a conocer Sabana Grande, el Silencio, la Plaza Bolívar, Miraflores, y luego a comer (y a beber) a la Hermandad Gallega. Por la tarde hacíamos las compras: las chicas algo de oro; los hombres lo que jurábamos no nos hacía falta: la Viagra, en bolívares, al cambio, costaba como la aspirina. Nos recogíamos temprano, pero uno se quedaba de charla en el hotel hasta las tantas.

A la vuelta se acumulaban las deshoras. Había colapsado uno de los viaductos de la autopista y para bajar desde Caracas hasta el aeropuerto de Maiquetía había que seguir la trocha de los conquistadores españoles. Medio día para recorrer veinte kilómetros. Al final, acomodados frente a la tenue luz de los instrumentos, la fatiga hacía estragos. Abajo el vértigo de la noche, arriba el titilar de las estrellas; a bordo la nana de Eolo contra el fuselaje. Era un tête à tête contra Morfeo. El primero en pedir árnica fui yo; replegué el trasportín en el que estaba sentado y me ovillé a lo ancho de la cabina. Perdí la presencia de espíritu cuando el comandante le decía al segundo piloto: “Voy a echar también una cabezada, ocúpate tú del vuelo”.

Fue como despertar en una coctelera. El avión se retorcía quejumbroso. Yo rodaba por la moqueta como un carrito de catering fuera del galley. El comandante no alcanzaba los comandos. Y el segundo piloto se disculpaba: “¡joder, joder, me quedé frito!”. Eran los coletazos de una tormenta tropical que fulguraba en la lejanía en el radar meteorológico. “Tranquilos, son cosas que pasan”, dijo el comandante refrenando aquel Pegaso encabritado; el segundo piloto activó la señal “”fasten seat belts”, y yo me incorporé en el trasportín todavía atolondrado. 

La inoportuna cabezada de los tres habría pasado sin la menor trascendencia de no ser por la jefa de azafatas que entró emputecida en la cabina: “¿Todo bien por aquí?”. “Sí, todo bien. Turbulencia en aire claro”, se excusó el comandante. “Pues las bandejas están todas por el piso. El pasaje va a cenar ostias en vinagre”.

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