Opinión

Colgado de un ruido

Lo que yo he hecho, te lo juro, jamás lo hubiese hecho ningún animal”. Esta frase, la más noble que conozco, la pronunció el piloto Guillaumet después de capotar en un nevero de los Andes y caminar cinco días y cuatro noches. 

He volado aviones y helicópteros. He disfrutado con mi oficio. Pero he sufrido como nadie se imagina. Una vez atrapados en los acontecimientos ya no se temen; el problema es que en la aviación el vuelo no se puede detener, las decisiones deben ser instantáneas, a veces instintivas. 

Preparé aquel vuelo con la minuciosidad de un orfebre. Se trataba de recrecer el apoyo de una línea eléctrica para indultar unos árboles autóctonos que amenazaban con tocar los cables. La operación consistía en añadir a la torre tres nuevos tramos. La única condición que puse fue que las cuatro almas que en cada uno de los cuatro ángulos engancharían cada tramo, fuesen cuatro profesionales avezados.

Fui con el mecánico dos días antes. Practicamos. Convinimos que si me veía obligado a soltar la carga, los operarios se cobijarían en el lado del apoyo que daba hacia la montaña. El mecánico y yo estaríamos en contacto por la banda aérea. Él me guiaría: “más abajo”, “más adelante”, “para”. Y ellos meterían unos pernos de sujeción para luego poner los tornillos. “Listo”, me diría el mecánico. Y yo soltaría la eslinga.

Calculé diez minutos por tramo y reposté queroseno para cuarenta y cinco minutos de vuelo. El combustible también pesa. El primer tramo fue perfecto. También el segundo: “listo”, me cantó el mecánico por el walkie talkie. Con el tercero las cosas se retorcieron de mala manera: “más arriba”, “más adelante”, “un pelín atrás”, “para”. Y vuelta a empezar: “¡ahí, ahí!”, “¡joder!”, “¡mierda!” La fraseología ya tomaba tintes de zozobra. De pronto se encendió la luz “low fuel”. “Quedan todavía diez minutos”, me dije. “Vale –me leyó la mente el mecánico- dos pernos ya están metidos, faltan otros dos”. Pasaron otros tres minutos “¡Que desenganchen los dos pernos, tengo que repostar!”. El mecánico, a su puta bola: “sube un pelín”, “baja un pelín”. “¡Mierda!” “¿No me has oído?, ¡que desenganchen los pernos maldita sea!”. No, no me había oído; se había metido debajo del helicóptero y solo escuchaba el jaleo de la turbina y los rotores. Yo me desgañitaba por la radio; imploraba y blasfemaba a voz en grito. El aparato estaba cautivo. Si ellos no soltaban los dos pernos nos mataríamos los seis. Si yo soltaba la eslinga los aplastaría. Me temblaban las piernas. Quedaban cuatro minutos para que la turbina se parara con un estertor de muerte súbita. Conté hasta diez…

Nadie supo nada. “Listo”, me interrumpió el mecánico cuando iba ya por siete. A veces la vida te besa en la boca. 

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