Opinión

Delito de honor

Confieso que he pecado, pero sólo me arrepentiría de haber tenido la valentía necesaria para enmendarme a tiempo. 

Aquella “bella ragazza” de la Venezuela  multiétnica y pluripasional de los años 70, no solo perdió la virginidad sino que, como yo, también perdió el recato: el coche, el ascensor, el portal de su edificio, los cuetos y vericuetos del centro ítalo venezolano de Caracas nos servían para un aquí te pillo, aquí te clavo. Perdido el recato, ambos perdimos el oremus; perdido el oremus ella perdió las bragas y yo casi pierdo la vida. Del séptimo cielo, me vi camino del campo santo.

“Le donne possono essere imprudenti ma l’uomo no”; la mujer puede ser imprudente pero el hombre no, silbó su padre como un ofidio venenoso la tarde que nos sorprendió en su propia casa conjugando el verbo eterno. Ella sin bragas, yo sin resuello, recostados en el sofá del salón como gladiadores abatidos tras un combate sin clemencia, seguía yo los aspavientos de aquel hombre que hablaba con las manos esperando el veredicto de sus pulgares. La vida está llena de urgencias aplazables, por eso recelé que aquel orgulloso siciliano, con tamaño costurón en su honor, como  “scarface” Al Capone, tal vez prefiriese  tomar las prisas con calma para después tomar la justicia por su mano. Pero no: “¿Per quando il matrimonio riparatori?”, me apremió ipso facto.

¿Matrimonio reparador?: Me lo explicó la hija entre sollozos: en su Sicilia natal una “doona svergognata” (mujer desvergonzada) podía recuperar su honra casándose con el burlador que, así la hubiese violado, también quedaba impune de su vileza. Guardé silencio. “¡Delitto d’onore!”, silbó otra vez Don Flavio Lambofalo, encrespándose sobre sus talones como si quisiera inocularme su veneno. Nada describe mejor el interior de un hombre que la caligrafía de su rostro. Ira y ternura, como revólver y crucifijo eran dos caras del mismo arrebato en aquel padre con el honor ya mancillado. “La mia figlia ti adora”, terció de pronto zalamero.  

De nuevo, silencio. Le centelleaba la mirada. Yo me sentía hipnotizado.  “Ab homine signato libera nos Dómine”, pensé; de hombre señalado líbranos Señor. ¿Cómo decirle a aquel mafioso con el rostro tajado por la ira y mirada de arma blanca que yo ya estaba casado por la iglesia y que solo podía casarme con su hija por lo venéreo? 

“La boda será cuándo usted mande Don Flavio”, mentí al fin. Él sería un mafioso pero yo era un polígamo. Lo único decente que me quedaba era la farsa.

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