Opinión

El árbol de mi Navidad

Hace frío en la alameda. Anochece. Tristeza enraizada en la hojarasca. El otoño se llevó los pájaros. El invierno se llevará las hojas. Pero el árbol que me dio la vida sigue ahí, enhiesto, verde, imperturbable en mi memoria:

Ella, la copa: frondosa, brillante, ubérrima; donde la flor se hace fruta, el sol frescura y las aves esconden sus nidos. Allí nos cobijábamos los hijos. Era remanso y remolino, acero y algodón, relámpago y espuma. Se levantaba antes que el despertador, se acostaba cuando los demás íbamos por el segundo sueño y antes de sentarse con nosotros a la mesa, aún tenía la delicadeza femenina de retocarse el cabello. Sus besos eran miel, sus palabras luz, sus cuidados salud y su salud era de hierro. Encendía los labios con carmín, echaba un chal sobre los hombros y sabía hacer magia con el rostro cuando salía de casa. Madre y a la vez maestra ella lo sabía todo, como Google. 

Él era el tronco: amo y señor de las alturas, mástil, viga, y puente vertical que nos permitió pasar a pie enjuto el proceloso mar de la postguerra; heroico frente al leñador, paciente en la adversidad, reflexivo; no se alteraba al soplar del huracán; su carácter era firme pero su transigencia infinita; sus lesiones de guerra, que florecían en los inviernos y le traían recuerdos de injusticia, nos marcaron el camino hacia la tolerancia. Y era también la raíz: humilde, oculta, silenciosa, capaz de encontrar nutrientes en el desierto. Guardia civil, compaginando siempre obediencia debida con buena conciencia, cuando regresaba de servicio –lo más hermoso de las ausencias son los retornos- en los bolsillos de su guerrera siempre encontrábamos una flor para mi madre en contubernio con una navaja, un mechero, una linterna, y una que otra piedra preciosa de mica, granito o feldespato para nosotros. Adelantado a su tiempo cocinaba, planchaba, fregaba los cacharros y, hasta donde alcanzaba su sabiduría –que era mucha-, también nos ayudaba con las tareas escolares. Se fue muy joven. Ahora que lo pienso, ¿en qué pensaba cuando estaba solo?, ¿cómo era en la intimidad?, ¿a qué tenía miedo? Nada le hacía perder la calma. Siempre sonreía… Sí, tal vez fuese por eso: si eres capaz de sonreír, eres invencible. 

Ya se encendieron las farolas de la alameda. Ciprés de mi devenir, mientras velo mi luna ya menguante, pienso en los que quedarán atrás cuando yo me vaya. ¿Me talarán en su mente? ¿Tañerán por mí, sus lenguas, historias de alabanza?
Camino hacia mi hogar. Las tiendas están a rebosar. Las Visas arden. Los coches majadean babosos y obscenos en las calles. Las calefacciones eructan CO2. Los neones avivan mi añoranza. ¿Cómo olvidar, ¡ay!, a quienes nos llenaron de recuerdos? Yo los echo en falta por estas fechas. Y me entristezco. Lo decía mi madre por los suyos: “Hay penas que pasan, hay penas que duran; la de quedarse en el mundo sin padres, no se acaba nunca”. 
 Bo nadal, e saudiña para todos.

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