Opinión

¿Escribes o trabajas?

En mi juventud siempre anhelé ser un hijo pródigo; darle a mi padre la oportunidad de realizarse colmándome de bendiciones y agasajos. Decirle: “He pecado contra todo dios”. “Tranquilo hijo, no te preocupes, toma las llaves del coche y destrózalo como el anterior”. Con dieciocho años mi récord ya estaba en dos siniestros totales.

A base de inyecciones antitetánicas me fui curtiendo. A los nueve años, en Ourense, en el Colegio Sueiro, cansado de hacer pucheros con la lectura de “Corazón”, un viernes por la tarde me fui con otro tarambana al Montealegre. Regresamos a la hora en que los mayores ya no echarían de más nuestra presencia: “¡Qué hacéis en la calle, acaso no tenéis colegio!”.       

Ese fin de semana me enfermé. Cuarenta grados Celsius en reposo. No fui a clases hasta el miércoles siguiente. Tranquilizante como un Valium, manoseaba en el bolsillo una nota manuscrita de mi padre justificando mi ausencia. Y la profesora: “¡Caramba, caramba, mira quién tenemos aquí!; ¿se puede saber qué te ha pasado?” Y yo: “Estuve enfermo doña Nievitas”. Y doña Nievitas: “¡Pobrecito!; a lo mejor fue del mareo de los coches”. La clase se descojonaba de la risa. El soplón arrugaba su hocico de rata. 

El viernes de autos, al bajar del Montealegre habíamos ido a la Alameda a ver los “coches eléctricos”. Costaban un potosí. Un niño de nuestra clase, de cuya madre me acordé al instante, había comprado cinco fichas y se exhibía como un Fangio ante nosotros. “¡Me llevas!”, “¡Me llevas!”, manoteábamos desde la orilla ahogándonos de envidia. Ni puto caso.

“¿Así que enfermo, no?”, insistió doña Nievitas. Saqué la nota del bolsillo, la acaricié como hacen los vaqueros con el colt y la volví a enfundar en el mismo sitio. Después, las manos con las palmas hacia arriba, subí resuelto al cadalso: seis varazos bien medidos con un vergajo de mimbre en cada una me alinearon con las estrellas. “¡Y sin recreo!”, bramó emputecida por mi impavidez doña Nievitas. No lo estaba tanto como yo.

¡Ah, la venganza!, ese plato que se debe comer frío pero que a mí siempre me ha escaldado las entrañas. A la salida me le fui encima a aquel “hijo de puta”, que así se llamaba el innombrable, y le di tal tunda que no le quedaron ganas de acusar jamás. Hoy me expulsarían del colegio. 

Pero los niños deben darse de ostias de vez en cuando, tomar decisiones por sí mismos, marrar para aprender a ser hombres con honor. Doparse con adrenalina es mejor que hacerlo con farlopa. Barrunto que de niño era temible, admito que de joven era golfo y ahora, a la vejez viruelas. Puede que sea hereditario: el otro día mi nieta más pequeña me llamó a capítulo: “¿Tú escribes o trabajas?” Me mosqueó muchísimo.

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