Opinión

Hombre rico, hombre pobre

Lleva años sin saber lo que es un catarro. “El mar lo cura todo”, asegura. Vive entre la citania de Santa Tecla y Bayona la Real, a donde arribó la Carabela. Vive en un gozo continuo, incluso trabajar le regocija. Tema aparte son las melancolías. 

“En los meses de erres, en piedras no te sientes”, reza el refrán; pero él las abraza durante todo el año; las conoce por su nombre: “A pedra das mulleres”, “A polbeira”, “A pedra rubia”. Algunas se le resisten. “Le tengo muchas ganas a aquellas dos”, las señala desde el acantilado: inaccesibles, fatales, como esas amantes de paso que nunca acaban de irse del todo. 

Es un furtivo, aunque él prefiere que lo llamen disidente. Se iba a echar al monte, pero lo pensó mejor y decidió echarse al mar. Las cosas no le iban del todo mal, pero algo no iba bien en su cabeza. “El sistema te comprime”, me confiesa oteando el horizonte. Pasó de la vorágine al estoicismo. “Si antes hubiese sabido que se podía vivir de esta forma, antes hubiese elegido esta forma de vivir”, murmura. Mil intemperies en su rostro, mil soles en su mirada parece un Neptuno de agua dulce. 

No tiene reloj, ni tarjetas de crédito, ni coche, ni carnet de conducir. Se maneja por la hora del sol, como los gallos; o como los romanos: “levántate temprano, acuéstate temprano y tendrás salud”. Es una marea viva de energía. Ha de procurarse el sustento cada día, como todos los animales salvajes de la creación, y no carretearlo de los supermercados, como la mayoría de los humanos. Trabaja para vivir, no vive para trabajar. 

Hoy el día amaneció farruco, el viento lenguaraz, el frío navajero; rebaños de borreguillos de blanca espuma triscan por entre las olas verdinegras; el sol se pudre tras un cielo de amianto: para él es un día ideal, así no le podrán ver los vigilantes. Los percebes los va eligiendo uno a uno, los mejores, como el jardinero que entresaca las rosas más lozanas de un rosal. “No como otros que meten la “raspeta” sin piedad en una piña para luego aprovechar a lo mejor un par de uñas”. Él se desmarca: “Soy furtivo, no depredador”. 

Sale a faenar siempre en solitario; a veces con niebla; a veces de noche; a veces vuelve exhausto, voluptuosamente exhausto. Es posible que acumule deudas con el Fisco, atrasos con la Seguridad Social y cuentas con la Justicia. Pero está en paz consigo mismo. O eso parece. “¿Qué echas de menos?”, le pregunto. “Una familia”, suspira escrutando la yerma lontananza del mañana. Me estaba dando envidia. Al final también me dio una gran lección: Todo hombre, pobre o rico, no es más que un necesitado. 

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