Opinión

La abeja reina

Una farola bajo la lluvia alumbra su tristeza. Está sola y es hermosa. Urbanita. Street style. Espíritu vintage. La miro, casi la acoso. No tiene edad, solo encanto. La imagino anhelando encontrar la paz consigo misma.

¿Habrá descubierto su propio camino en la vida? ¿Lo estará buscando todavía? ¿Tendrá marido, hijos, deudas? ¿Será culta, rica, independiente? El teléfono acaba de sonar en su bolso; lo ignora, igual que a mí, aunque sé que me ve sin mirarme. Se nota que ha vivido. Seguro que ha sufrido: alumbramiento, puerperio, lactancia, educación de los hijos… Sí, seguro que es madre. ¿Estará obsesionada con la limpieza? ¿Llevará el peso de la casa: humedades, arreglo del coche, impuestos, comunidad de vecinos? ¿Será autónoma? ¿Trabajará en alguna empresa? ¿Será feminista?: Vano intento: la independencia de la mujer es una entelequia en tanto en cuanto no encuentre tiempo para sí misma.

La mujer de mi niñez, aun cuando se tratase de tareas tan humildes como cocer el pan, tejer, preparar conservas o bordar las sábanas tenía actividades creativas. Sus quehaceres le permitían contemplarse a sí misma. Cultivaba el huerto, iba a la fuente, al río –escuchaba sus rumores-, arreglaba un jarrón con flores, acudía a la iglesia – ¿cómo es que no hay miles de amas de casa en el santoral, cuando fueron el sustento del Vaticano durante décadas?- y allí podía disfrutar de la tranquilidad, la paz, el sosiego que trasmitía el templo sin que nadie la importunase. De aquel recogimiento, de aquel remanso del alma, de aquella fuerza interior salían las soluciones mágicas para el buen funcionamiento del núcleo familiar, de la comunidad y del planeta. 

Ahora el día a día de la mujer está reñido con la contemplación de sí misma. En lugar de aprovechar la soledad del hogar para cultivar en su interior las flores de sus sueños, asfixia su espíritu con ruidosos electrodomésticos, alienantes programas de televisión, anuncios de moda, emails publicitarios y, lo peor, con el griterío de unos hijos cada vez más egoístas, en un correcorre frenético para llevarlos al dentista, al psicólogo, a clases de pintura, a natación, a inglés, y para encontrar aparcamiento, echar gasolina, pasar la ITV, acudir a las reuniones escolares, etc., etc., etc. Tareas todas ellas tan invisibles como lo eran la escoba o el dedal, pero que le impiden practicar el recogimiento, la meditación, el rezo, la poesía, el canto, en ese denodado empeño por demostrar su valía y rivalizar con el hombre. 

La mujer, al emanciparse de este modo, ha perdido la capacidad de reflexionar, de encontrar respuestas en su interior, de maquinar para hacer mejor la propia vida y la de su entorno. Se está enfermando. Se está intoxicando de estrés y frustración como las abejas se intoxican de polución y fumigantes. Y si faltan, cualquiera de ellas, se acaba el mundo. 

 Ha dejado de llover. El teléfono sigue sonando en su bolso; ojalá lo ignore, igual que a mí, y siga mirando dentro de sí misma. Respetemos la mismidad de la mujer –reflexiono mientras me alejo para no importunarla-, no puede ser su vida un no parar. Liberémosla de la esclavitud de los zánganos que procrea. Por el bien de nuestra especie, salvemos a nuestra abeja reina. 

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