Opinión

Locos y enloquecidos

De músico, poeta y loco todos tenemos un poco”, dice el refrán. Si yo escribo, por ejemplo: “corriendo va por la vía / una gran chocolatera, / cruzaba ya una barrera / cuando la tarde caía”, y le añado tururú, tururú, y quiero que me otorguen el premio a la mejor composición poética sobre el tren de vapor Transiberiano, está claro que tengo más de chiflado que de vate. Pero eso tampoco debiera hacerme perder la moral: un tonto siempre encuentra otro más tonto que le admire.

Con los locos pasa algo parecido. Siempre encuentran seguidores; algunos huestes ingentes de fanáticos. Todos hemos oído decir que Trump está como una cabra, Boris Johson como un cencerro,  Putin como una regadera, Bolsonaro como una chota ¿Cuántos tipos de locura hay?: esquizofrenia, neurosis, depresión, bipolaridad, delirios de grandeza, sicopatía. Esas son las fuerzas que rigen el mundo. Claro que no es lo mismo estar loco que estar enloquecido (como tampoco es lo mismo ser puta que estar emputecida); y como la locura no es contagiosa, que se sepa, el peligro mayor ocurre cuando el loco, enloquecido, toma decisiones que afectan a los demás. 

Dalí sostenía que la única diferencia entre un loco y él era que el loco sabía que no lo estaba, mientras que él lo sabía a ciencia cierta; Nietzche se volvió majareta porque aceptó plenamente su filosofía, y Aristóteles decía: “no hay ningún genio sin mezcla de locura”. ¿Quién soy yo para contradecirlo? ¿Qué loco más cuerdo en la literatura hispanoparlante que el Caballero de la Triste Figura?  Llamadme loco, pero tengo la sensación de que “homo normalis” en la política española no hay ninguno. El problema es que empiezan a enloquecer. Y eso sí que es una auténtica locura.

En estos días (es el botón de muestra de un atrezo de enajenación que decora cámaras municipales, plenos provinciales, consejos autonómicos, parlamentos nacionales y europeos) no oigo hablar más que de Gonzalo Pérez (Jácome para fans y detractores) y claro, basta oír alguna de sus intervenciones para colegir que se le ha ido la pinza. El loco puede equivocarse, como el borracho, pero no suele mentir; el enloquecido no sabe lo que dice. Quien pierde las formas pierde el fondo y los que se escudan en la pasión política para justificar sus pasadas de frenada se olvidan de que pasión viene de “pathos”, patología, y no deja de ser una demencia.

La locura no tiene cura. Y es tal la cantidad de “aneuronales” que rigen nuestro destino, que barrunto que la enfermedad mental puede que sea una enfermedad social; una epidemia peor que la del covid para la que no hay vacuna posible. Así que menos PCR y más test siquiátricos. Y los exorcistas, que echen una mano.

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