Opinión

Más fuerte que la muerte

Caracas se desperezaba esa mañana con la resaca de un fin de semana sangriento exacerbada por el derroche de alcohol, plata, plomo y pólvora. A pesar de la hora los coches ya se hacinaban en las avenidas olfateándose lúbricos. Caminaba por colinas de Bello Monte. Medicatura me sonó a negociado. Así que entré, era visitador médico. “Hola, buenas, quería ver al gerente”. “¿De parte?”. “De parte de nadie, yo vengo por mi cuenta” ¡Entonces calzaba veinte irreverentes primaveras!

“Verá –sonrió el administrador tras  escucharme con paciencia-,  esta gente ya no precisa remedios”. Y me aclaró que aquello era una medicatura forense, que allí sólo había muertos: homicidios, suicidios, crímenes pasionales, accidentes de tráfico, óbitos por inmersión. Era un buen tipo. Nos caímos bien. Le vendí gasa, guantes de látex, algodón, alcohol isopropílico: entonces  era capaz de venderle una ordeñadora eléctrica a un onanista ocasional. Cuando ya me iba entró por la puerta una remata fiambres carilarga. Saludó,  preguntó cuántas autopsias tenía programadas y rosmó una grosería. Se me agudizó la morbosidad. Nada me horrorizaba más que un cadáver, pero a fuer de extremar las precauciones terminé estampándome contra mí mismo: “Doctora, ¿podría acompañarla?”

 Me pusieron una bata, una mascarilla, un gorrito de corsario; me condujeron a la sala de los horrores; casi me empujaron para entrar. Maldiciéndome para mis adentros, persignándome para mis afueras pude ver varios mesados  metálicos atestados de cuerpos macilentos; cámaras  entreabiertas de las que asomaban extremidades y piltrafas; en el suelo, pegajoso, humores ambarinos, coágulos de sangre, retazos de pellejo y entrañas apelmazadas; en el ámbito, repulsivo, el hálito de las alimañas carroñeras. Náusea irreprimible. Hedor a muerte rancia que se clavaba en la garganta.  

Caracas era una ciudad en guerra. El modus operandi del hampa era matar. El miedo era la coreografía que interpretábamos cada día los ciudadanos. Violencia desatada, desprecio por el otro, connivencia con la muerte. A éste, por robarle el carro; a aquél, por resistirse a un atraco; al de más allá, por malandro. Treinta y seis muertos habían entrado en la morgue ese fin de semana. Ora sonrientes, ora inexpresivos, ora aterrorizados, me miraban desde el más allá; clamaban justicia; comprendí  que las miradas también matan. El run-run de los refrigeradores envolvía las burlas y las chanzas de los estudiantes de tercer año de medicina que asistían a la autopsia: “mira que pito tan pequeño”, “la camiseta le queda de muerte”, “lo único que no respira, pero está en perfectas condiciones físicas”. Al final la gente ríe en sus trabajos. 

Autopsia, del griego “autos ópsis”: examen de uno mismo:   no tuve cojones de decir nada, la mayoría eran chicas de mi edad que me mordían de reojo. Eros y Tánatos, Tánatos y Eros: he ahí el epítome de la vida. El sortilegio del amor, lo supe desde aquel día, es más fuerte que la contundencia de la muerte.

Te puede interesar