Opinión

Messi, con dos meses

Los españoles que emigraron a Argentina, en su afán por mimetizarse con la tierra que les acogía generosa abandonaron enseguida la inconfundible zeta castellana e hicieron suyos el voseo y el seseo de país del tango. “¿Vos qué hasés acá?, no seás reboludo che, vení para Buenos Aires”, nos encandilaban cuando venían de vacaciones. 

Messi lleva desde los trece años en Barcelona y parece que llegó ayer de Rosario. Si como reivindican los independentistas “la llengua és la nació”, el pibe tiene tanto de catalán como yo de tehuelche, y ama tanto al Barça como los de ERC aman a España. No parla catalá pero seguro que estará pensando: “cómo poc sortir d’aquest merder”. 

No me embelesan los astros del balompié. No veneraré jamás a esos becerros de oro de coz frenética, mugir zafio y hierra de tattoos, en tanto veinte premios nobel no alcancen a ganar en conjunto, la mitad que lo que ingresa la pulga atómica en un año. ¿Es que jamás falla un penalti?, pregunto ¡Es humano!, me responden. Entiendo: ¿Y a qué piloto se le consentiría aterrizar un metro por debajo de la pista?, ¿y a qué cirujano, cortar un milímetro por debajo de la vida?

No permitiré que ningún alcalde, gobierno o Hacienda pública, intente convencerme de que hay que condonar las deudas, ceder las instalaciones, dar protección policial a los estadios y sedes sociales de potentes compañías privadas con el argumento de que las ciudades y los países se prestigian con sus equipos de fútbol. No es verdad. No, en tanto nadie me demuestre que Bilbao no se prestigia más con su Guggenheim, Venecia con sus carnavales, París con su torre Eiffel, El Cairo con sus pirámides, Atenas con su Partenón, o mil cuatrocientos millones de chinos con su trabajo. 

Jamás memorizaré ninguna alineación ni recordaré ningún resultado ni aprenderé el nombre de ningún entrenador, en tanto no sepa mencionar al menos once científicos, once próceres de la patria, once universidades entre las cien mejores del mundo. Y no hace falta que sean once de cada si, al menos, escribo sus nombres sin erratas.

No me atraen FIFAS, ni UEFAS, ni LaLigas, ni lalailas. Deporte no es merchandising. Deporte es una trainera con trece hombres y un patrón, donde cuando cae al mar un remo le sigue el remero para rebajar la tara. Deporte son los olímpicos, “citius, altius, fortius”. Deporte son endorfinas, no cláusulas de recisión. Deporte no es una hinchada con la boca caliente y humeante como un cañón, disparando su odio al árbitro o al equipo contrario. 

El fútbol está prostituido; es un negocio de trata, copado por una mafia de defraudadores. Una lavadora de caudales. Una marabunta fanatizada de terroristas urbanos. Una profesión con unos sueldos de escándalo. Y como profesión, sólo como profesión, ni siquiera el sexo tiene interés.

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