Opinión

El mito de pigmalión

En vano querer ser buenos / y querernos como hermanos. / Si tú no tuvieras senos… / Si yo no tuviera manos…”, lo escribió el poeta Luis Cané  allá por 1925. A mí, mucho más  prosaico, si una mujer me seduce prefiero ir con la verdad por delante: “Cada vez que te veo / carita santa / un palito que tengo se me levanta”. Si no sale huyendo es porque ha mordido la metáfora.  

La poesía, aunque se dice que es femenina, suele escribirse en masculino. En cambio la literatura, en lo tocante al amor, es siempre masculina: habla de posesión, de sufrimiento, de locura. El mito de Pigmalión ha inspirado muchas obras literarias más o menos fidedignas a la leyenda de Ovidio: Pigmalión esculpió una estatua de marfil que representaba su ideal femenino; enamorado de ella la vestía, la adornaba, la acostaba en su lecho. Rogó a la diosa Afrodita y la estatua cobró vida. Nada más tener alma la bella se quejó de la barba del escultor y le pidió que se la cortara. Ansioso por complacerla Pigmalión se hizo un rasguño en el mentón; las gotitas de sangre que manaron de la herida se transformaron en rosas rojas, desde entonces asociadas a los sacrificios del amor.

A partir de ahí ya empezaron a desbarrar los sabidillos: que si Pigmalión (que por cierto da nombre a muchos locales de copas) designa a un tipo de hombre que pretende modelar a su antojo a la mujer; que si es un viejo verde que busca imponerse sobre una cándida joven, inferior social y culturalmente; que si en la mayoría de los hombres posesivos reside un Pigmalión; que si patatín, que si patatán. Luego están los meapilas, que también quisieron poner su huella digestiva: que si Pigmalión, perdido en su orgullo demiurgo, termina siendo víctima de su creación; que si querer igualar a Dios lleva implícito el castigo, y otros detritus por el estilo.

¡O tempora, o mores! Antes uno podía dar rienda suelta a la imaginación y escribir lo que le saliera del cipote sin la coacción estúpida de LGTBI de delicada piel de mariposa. Incluso los diálogos del cine eran magistrales: “¿Tienes una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme?” Y aquel otro: “Mae, mido 6 pies y 8 pulgadas (2 metros). Vale tío, olvídate de los 6 pies y hablemos de las 8 pulgadas (18 centímetros)”. ¡Qué tiempos, que costumbres! Echo más de menos a mujeres como Mae West que a mi propia libido. Aun así si apareciera alguna fémina de afilada lengua, en el revuelo de su seducción vaciaría mi carcaj de sutilezas: “Cada vez que te veo / se me endereza / un palito que tengo / yo con cabeza”.

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