Opinión

Hay noches que duran un infierno

La mente resacosa, el cuerpo abotargado, el sexo inútil, el alma echada a perder. Me he levantado, he dado unos pasos trémulos, de beodo, he encendido la luz y me he parado frente al espejo de baño contemplando mi propia ruina. El cielo podrá esperar, pero hay noches que duran un infierno.


 “Debes tratar de eliminarla cuanto antes –te advierten- porque la ‘quimio’ también mata las células buenas”. Y tú bebes agua como un náufrago. Después has de levantarte a cada rato. Ves moscas flotantes; enanos en pelotas danzando en las esquinas de tu cuarto. Los acúfenos te acosan con un zumbido de nave extraterrestre. Oyes voces. 
 El miedo, insomne como el reloj de la espadaña, te acompaña en la vigilia. Las horas cunden. Todo lo bueno en la vida se hace de rogar. Verbi gratia el cremoso carmín de una salsa tipo kétchup, o la ambarina transparencia tipo Pilsen cuando ansías arrojar de tu vejiga la ponzoña. Yo tengo establecido un protocolo de cuenta regresiva, como la NASA: cero diez, cero nueve, cero ocho… Antes de los 10 segundos debe estar en caída libre el Salto Ángel.


 ‘Tengo un asunto importante entre las manos, que como se me enderece voy a tapar todos los agujeros empezando por el tuyo’, pienso. Y me río. Y la mente se me va por esos aeropuertos y wáteres de dios: “Tanto en corta como en larga final, la senda correcta es fundamental”, había escrito alguien en el W.C. de un hangar para que ningún piloto errase el amerizaje y todos atinásemos dentro de la taza. También: “Pilots are the best lovers”. Esto ya lo pongo más en duda. 
 Intento leer. No me concentro. Escribo estas paridas. El cansancio incrementa el rumor de la carcoma. El cáncer también corroe la mente, como el óxido el metal. La noche cansa. La enfermedad cansa. A veces cansa la vida... 


 Tras los ventanales del salón el viento chilla histérico. El horizonte se impacienta en un tropel de nubes melancólicas. La ría borbotea blanca en el turbio alborear. Allá, al fondo, de colosales cetáceos, insinúase el cardumen cetrino de las Islas Atlánticas. Llueve. “Menudo día”, me digo. Me vuelvo a meter en cama. Junto a ti.
 Menudo día, voy repitiéndome en una laxitud de ‘petite mort’: menudo, pequeño, enteco, canijo, liliputiense… o sea: Yo.
 Pero al tocarte me siento poderoso. Y me entran unas ganas tremendas de seguir luchando. 

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