Opinión

Presuntos culpables

La evidencia dejó de ser clandestina y callada; cascadas de rumores cayeron sobre las cabezas de los ciudadanos, se les soltaron las lenguas y sus pensamientos salieron a las calles: el rey tenía estrellas y cicatrices; luces y amantes.  

Todo se supo: los jeques y emires que visitaban el reino le habían hecho regalos fastuosos ¡habrase visto! Y todo se olvidó: Arabia Saudí, Qatar, Emiratos Árabes, Bahréin, Dubai: sus mandamases venían con sus séquitos multitudinarios, no reparaban en gastos, abonaban sin rechistar cuentas astronómicas, sus propinas eran escandalosas, y sus esposas hacían los agostos de orfebres, transportistas, relojeros y comerciantes: regaban de dinero los lugares por donde transitaban. 

opi_24Los súbditos del reino estaban encantados. El oro y los fastos de los monarcas amigos de su rey iluminaban los veranos y avivaban las arcas del Estado. El territorio ya no sólo era el destino preferido de mochileros, peregrinos, salta balcones y borrachos. Los aeropuertos se llenaban de jets privados, las radas de los puertos de lujosos yates y las suites presidenciales de los hoteles de magnates poderosos.  

El rey no sólo era un buen anfitrión sino que además era el mejor introductor de embajadores. Correspondía a los viajes de ocio de los monarcas y jeques extranjeros con visitas de negocios. Su séquito eran directivos de grandes compañías, ministros de industria y de comercio, técnicos del reino que sabían de avales y convenios internacionales. Se estudiaban los mercados, se ofertaban posibilidades, se oían los requerimientos y se firmaban contratos milmillonarios: construcción de fragatas, líneas de ferrocarril hasta la Meca, venta y mantenimiento de convoyes, obra pública y privada. 

El rey no puede ser igual que todo el mundo, porque no todo el mundo puede ser rey. Aquel rey era clase aparte. Muchos monarcas árabes le llamaban hermano: con un apretón de manos sellaban acuerdos inverosímiles. Aquel rey, había contribuido al bienestar de sus súbditos. Aquel rey había puesto firmes a unos generales que se habían alzado en contra de la libertad de su pueblo. Aquel rey siempre fue querido y adulado. Pero un día, como si tocaran a arrebato, el pueblo se hizo eco del tañer atolondrado de una lengua resentida y le volvió la espalda. 

Cuenta la leyenda que en un pequeño reino de taifas (del reino aquel de marras), todavía hoy no tienen tren de alta velocidad, sus bosques se repueblan de especies invasoras, sus universidades sólo forman desempleados, viven a expensas de un camino medieval y su mayor riqueza es la industria geriátrica. Su adalid nunca ha roto un plato, pero nunca ha dado de comer a sus ciudadanos más que insipidez recalentada. 

A veces es preferible el legado de los presuntos culpables que la huera realidad de los “menos malos”. Más de lo mismo siempre es menos. Y en mitad de la escalera no se avanza. 

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