Opinión

Sagrado olor a mar

Cuando una mujer te dice que le gustan tus manos te está pidiendo que la acaricies. De ahí a que estés hurgando en su entrepierna sólo median, exhortantes, sus “¡qué haces!”. Llénense las cárceles de analfabetos somáticos: mientras no se desencripte el lenguaje corporal la coquetería femenina negará y aceptará al mismo tiempo ¡Ah, cómo me gustaría ser los dedos de George Clooney! 

Los dedos también son las herramientas de jardinería de nuestro cuerpo: las palas, los rastrillos, las horquillas. Los metemos en cualquier parte. Son indecentes. Pero sin ellos la vida no sabría igual: inmunda exquisitez es el chupárselos. El sentido del tacto es el que más perdura con el paso de los años. Y el del olfato. Oh insaciable, sutil y poderoso olfato que atrapa en el aire el celo de las hembras y ventea la presencia de los machos. Hasta las féminas, cuando viven juntas, simultanean sus menstruaciones para confundir al varón y no hacerse competencia. Estamos hechos de mar y esencias. Todo es cuestión de brisas y mareas. 

opi_31Hoy ya se sintetizan feromonas para hacer perfumes que atraigan al otro sexo. Pronto veremos en los anuncios navideños: “Eau de sobaco: explota la textura de tus tufos”. “Miasma’s, de Vichy: transforma tus sudores en emociones”. “Masculin et Féminin: potencia tus efluvios inguinales”. En mi mocedad olíamos a jabón lagarto, a Heno de Pravia y a ganas.

Oh loca juventud, fértiles glándulas, salobres torrenteras por el goce despertadas. Oh salitrosa lubricidad, insalubres dedos, insaciables pituitarias. “¿A qué te huele?”, le dije a aquel pasmón poniéndole en sus napias de fisgón el dedo corazón de mi mano derecha. Era un maniático, tenía a su hermana sometida, no la dejaba ni bajar hasta el portal; muslos de tempestad, senos de espuma, sagrado olor a mar: yo venía de meterle mano en el rellano. “¿A ver, a ver?”, me pidió que le pusiera otra vez la ambrosía de las olas en sus fosas nasales. “Me resulta familiar”, vaciló como haciendo memoria. “Ya te gustaría ya –pensé para mis adentros- pero las margaritas no se hicieron para los cerdos”. Él seguía olfateando con fruición el ADN de aquellas marismas abisales. “Me resulta familiar”, insistía. 

Sentí cierta desazón. A veces, intramuros de la consanguinidad, quien más cela es quien más depreda “¡Quita de ahí asqueroso micifuz!”, me zafé de aquel felino incestuoso. “¡Familiar dice, como si en tu casa se comiera marisco todos los días no te jode!”. Di media vuelta y me fui, dejando tras de mí un reguero de lonja y de ribera. No sé si colaría. A partir de ahí dejamos de hablarnos. A su hermana la internaron en las monjas.

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