Opinión

Secuelas de un accidente aéreo

Nos conocimos hace años en Caracas. Cojeaba. Me sacaba tres lustros de ventaja y muchísimas vivencias. Severo -su nombre no hacía honor a su talante- era un cachondo full time. Los viernes ‘en la tarde’ (en Venezuela es una hora muy exacta) solíamos encontrarnos en alguna terraza de la Hermandad Gallega para remojar nuestra morriña. Hablábamos de Galicia, como buenos emigrantes; hablábamos de mujeres, como malos casanovas; y hablábamos de la vida, como todo el que la tiene todavía por delante, y tiene por demás un par de copas.

Una noche, pasados de intemperie y de cervezas, me hizo aquella inusitada confidencia: ‘Estoy cojo por culpa de un desagraciado accidente aéreo’. Enmudecí. Yo tenía apenas 20 años, ansiaba más que nada ser piloto y lo admiré como se admira a un héroe de guerra. A partir de ahí buscaba su compañía como buscamos los gallegos hacer fortuna: con constancia y sin levantar sospechas. Sin embargo, por si lo de las secuelas post traumáticas y toda la vaina psicológica, nunca me atreví a preguntarle por los detalles de su trágica experiencia.

Un día levantamos a dos ‘gevas’, madre e hija, que nos invitaron a bailar –siempre lo he considerado un eufemismo-  a una discoteca que se llamaba ‘Hawaii Kai’. Allí reinaban entonces El Puma, Rubén Blades, Celia Cruz, Willy Colón…  Y enseguida reinaron nuestras féminas: la salsa era su feudo, la pista su palacio y nosotros sus solícitos vasallos. No nos quedó otro remedio que, dignidad y esqueleto por igual de descompuestos, saltar a la palestra. Severo, dale que te pego, haciendo de cojera corazón; yo, aunque sin perderle comba, más que a su San Vito frenético, atento a las caderas de aquellas damiselas. La noche prometía. En familia, el ‘entierro del venoso’, tiene que ser toda una experiencia religiosa. Pero de pronto, ¡plaf!: la mamá, en todo el anverso sudoroso, le sopló a Severo una hostia que no veas; giró sobre sus tacones; agarró (allí ‘coger’ es ‘follar’, entonces aún no lo sabíamos) de la mano a su retoño y, cual culos que lleva el diablo, ambas se fueron dejándonos plantados.

Cuestión de semántica: ‘¡Qué bien bailas!’, había dicho la señora  ‘¡Y cojo!’, había resoplado eufórico Severo. Y claro, se dieron por aludidas. Y jodidas, si la intención bastase en estos casos. Ese día, para recuperarnos de la pérdida, nos emborrachamos como dos cosacos. De camino a casa, en un arranque sincero de beodo, le metí a Severo el dedo en la fractura: ‘¿Cómo fue lo del accidente, cuenta, cuenta…?’. ‘¡Qué accidente!’, se extrañó. ‘El aéreo, cuál va a ser, el que te dejó la pata tiesa’.

Y le pasé la botella de etiqueta negra que llevábamos envuelta en una bolsa de papel (nunca entendí por qué hacíamos aquello, ¿creerían que era leche si nos paraban los polis?), mientras me  disponía a escuchar una narración íntima y pormenorizada de aquel hombre que, mucho más escorado  que otra veces, para nada se parecía a Jonhie ‘walker’.
Severo, como manda Baco, le metió a la botella un lingotazo generoso, se pasó la lengua por los labios, me miró de hipo en hipo y, a tropezón seguido, eructó: ‘Hip… ¡me caí de un árbol!’ Y siguió tan pancho… 
¡Cabronazo!

El caso es que a mí  me quedó para siempre una secuela: el aprecio inextinguible por aquél pata chula calavera.        

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