Opinión

Signori Lambofalo

Un día después de que Don Flavio Falciatore me hubiese sorprendido en su propia casa zascandileando por el portón trasero de su hija, regresé al escenario del suceso a pecho descubierto; no había pegado ojo en toda la noche ensayando cómo decirle a aquel numerario de la Cosa Nostra que el “delitto d’onore” (que según la tradición siciliana permitía a una “doona svergognata”, mujer desvergonzada, blanquear su deshonra casándose con el burlador) debería restaurarlo Giacomo, el primer comensal; no yo, que ya era plato de segunda mesa. 

Don Flavio me franqueó la entrada, me pasó un brazo afectuoso por el hombro y se sentó cabe mí en el mismo chaise longue en que me pillara el día antes traccionando a cuatro ejes con su hija. Su esposa, según me dijo, estaba en la iglesia implorando perdón por nuestro pecado contra natura. “Tardará en llegar -añadió-, ponte cómodo”; deferencia que yo interpreté como el “no es nada personal”, con el que se excusan los gánsteres antes de liquidar a un conocido. 

Barruntando que, como Jack el Destripador, él iría por partes, yo fui directo al grano. “A su hija la desvirgó Giacomo, su pariente de Catania”, dije entre acusador y acojonado. Me respondió con un silencio asaetado de reproches. Luego se irguió con premonitoria parsimonia, se acercó al aparador de los licores, se sirvió un whisky on the rocks: era de la vieja escuela, bebía antes de empuñar un arma. La tensión se cortaba con puntos de sutura. “Lo so, lo so”, dijo por fin en un zureo de paloma. “Ma ti voglio nella mia vita”.

Yo ya intuía que sí, que lo sabía, lo que no entendí fue que Don Flavio Falciatore me quisiera en su vida. Yo era un mendaz platónico, un urdidor de azares, un trampero del querer, un nefando trasteador de tafanarios. “Falciatore” (Segador, que es eso lo que significa en italiano) era un hombre de honor, proveedor magnánimo de su hogar y su familia, rudo con los débiles, seco con los fuertes, vengativo hasta la muerte. 

Macho alfa di tutti maschio su vida era muy distinta de la mía. Eso creía yo. Pero resultó que aquel “iron man” era solo una armadura que, de cintura para abajo, tenía algún que otro punto débil: Mutado en signori Lambofalo el Segador se arrodilló en la alfombra, me desabrochó la pretina y se puso a toquetear mi pajarera. Yo muté en Don Vito Corleone: “Le donne possono essere imprudenti ma l’uomo no” (la mujer puede ser imprudente pero el hombre no), lo refrené con el deje sibilante de los capos. Él me miró zalamero, cautivador, sugerente. Pero yo no consentí en depositar mi pajarillo en el sonriente nido de su boca.

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