Opinión

Tristeza de amor

“Quien lejos se va a casar, 

o va engañado o va a engañar”

Ella se llamaba "Yulaimi" (you like me), como podría llamarse "Usnavi" (U.S. Navy), “Danyer” (“danger”), o incluso “Air force one”. Los nombres de muchas mujeres cubanas tenían más trasfondo que los soporíferos discursos de Fidel. 

Él se llamaba Lorenzo, "coronado de laurel", "Loren" para los amigos; era un solterón de tierra adentro, buena pareja de tute y un virtuoso con el "Jhon Deere".

¿Se conocían? No. Se habían mandado fotos de cuerpo entero y mensajes por la mitad, llenos de medias verdades, posponiendo para el día (o la noche) que antes o después habría de ser de autos los trasuntos del alma.  

Quedaron al día siguiente de la  llegada de Loren a La Habana. Tenían pensado recorrer la ciudad, vivirla como si no hubiera un mañana, beberla como si no hubiera mojitos, quemarla si hiciera falta como Nerones, al fin y al cabo cuanto ocurriera a su alrededor sería superfluo.  

¡Y por fin se conocieron! Cuánto, “qué bonita eres”. Cuánto, “qué ilusión me hacía”. Cuánto, "mi papito lindo" Y al final, ay, cuánto cuento; porque a medida que fueron desgranando calles y cumplidos se fueron percatando de que estaban hechos el uno contra el otro, que nada tenían en común, que, o al paisano le sobraban virtudes o a la habanera no le faltaban defectos.

En la “Bodeguita de en medio” comieron (poco) y bebieron (demasiado), no hablaron casi nada. Después, ajenos el uno al otro, siguieron habaneando al albur de su fracaso: la plaza de Armas, el Capitolio, el Floridita, donde cabe el bronce erguido de un Hemingway abstemio siguieron ofrendando al dios de los beodos. Fueron tantos los mojitos que Baco, en pago, les concedió aquella minúscula ramita de deseo que ambos cuidaron con afán. Y se miraron, y se sonrieron, y se besaron, y se aflojaron las lenguas y se juntaron (y se metieron) las manos.

Cuando al amparo uno del otro (y de la noche) subieron trastabillando las escaleras del hotel Meliá Cohíba, el custodio aún intentó disuadirles: "la señorita no puede entrar". Pero bastaron diez dólares para que los subiese él mismo hasta la habitación casi en volandas. Allí hicieron cuanto pudieron (y sabían). Ella casi todo el Kamasutra, él poco más que el misionero. 

A la mañana siguiente habían esquilmado el minibar. Junto con el hielo, se habían derretido los escrúpulos. En el ámbito marasmo y lujuria estancada: olor a ron, a mar Caribe, a marea baja. "Toma -le dio cien dólares- para que te compres lo que quieras”. Ella le miró en silencio, ausente, melancólica, tendida sobre la cama como la arena de la playa que, acercándose a la orilla, recibe con indolencia los restos de un naufragio...

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